Visto y Oído
SoniaSonia
LA reforma constitucional –inaplazable aunque permanentemente aplazada– no puede hacerse contra nadie. Pero tampoco puede bloquearse eternamente. La Carta Magna, 45 años después, ha demostrado su fortaleza y ha resistido los embates de un golpe de Estado, crisis económicas agudas y un intento de secesión; convive con un cuerpo de leyes originalmente ajeno, procedente del derecho comunitario y aunque mantiene el tipo, en general, va perdiendo vigor. Pedirle que siga soportando por mucho más tiempo las patologías evidentes que padece sin someterla a una ITV profunda es mucho pedirle. Como lo es exigirle que soporte incólume las consecuencias del aventurerismo político coyuntural. Pero la Constitución no es un garrote para agredir a nadie. Ni un refugio para sacar provecho partidista. Y tampoco es una rosa intocable, como pretende una buena parte de la generación política que la alumbró.
No sirve como coartada aludir a las dificultades, aunque sean ciertas, agudas y contrastables, para cerrar grandes pactos entre los partidos políticos. Sobre todo, porque si alguien es capaz de adivinar cuántos años faltan para que la política nacional entre en fase de desinflamación, primero; de transacción y de pacto, después, que lo diga, aunque se exponga al escarnio público. Y porque es evidente que los partidos que la gestionaron en 1978 (UCD, AP, PSOE, PCE y Minoría catalana) estaban en desacuerdo en casi todo cuando se sentaron en la Ponencia constitucional, dominada por tres diputados de UCD frente a los otros cuatro partidos. No estaban de acuerdo en la forma de Estado ni en el modelo territorial ni en la confesionalidad de España, discrepaban sobre el modelo educativo o el divorcio, sobre la intervención del Estado en la economía y casi sobre cualquier aspecto nuclear. Y parieron una Carta Magna que nos ha traído hasta aquí rindiendo un servicio extraordinario al país que somos hoy.
Pese a los desacuerdos en el núcleo más relevante de la ley, los ponentes llegaron a escribir el borrador del que sería el futuro artículo 2: "La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que lo integran". Fraga quería eliminar "nacionalidades" y el socialista Peces Barba defendió que el término era irrelevante en términos constitucionales y no alteraba el concepto ni el contenido de lo que sería la autonomía. Cuentan las crónicas de la época que, con los militares pasándole papeles desde el cuarto del lado, Adolfo Suárez y Miquel Roca pactaron blindar el articulo con hormigón léxico y añadieron "indisoluble" antes de "unidad"; tras "nación española" añadieron "patria común e indivisible de los españoles" y remataron el articulo garantizando "la solidaridad entre todas ellas". Un grupo de militares y guardias civiles dieron un golpe de Estado solo dos años después. De poco sirve amansar al tigre dejándose devorar por él. Pero fue un bonito y eficaz ejercicio político en cuatro actos: propuesta, debate, transacción y pacto.
No edulcoremos aquel proceso. Incluso el PSOE llegó a emitir un voto a favor de la República como forma de organización del Estado. En el momento de iniciarse la segunda lectura del texto constitucional se habían presentado 168 votos particulares de los ponentes y más de 3.000 enmiendas al anteproyecto, mientras el PSOE trataba de conjurar la posibilidad de que UCD sacara adelante todos sus objetivos con un apoyo semiautomático del diputado de AP.
¿Quién dijo que aquello fue fácil? ¿la generación de hoy será incapaz de hacer algo más sencillo que lo que hizo la que le precedió? Porque ya no se trata de discutir de nuevo la forma de organizar el Estado sino de actualizarla. Porque ya no hay militares en el cuarto del al lado con la mano en la culata. Porque estamos en la UE y eso nos blinda de aventurerismos y salvapatrias. Porque se trata de corregir el anacronismo del derecho del varón sobre la hembra en el acceso al trono, de darle sentido al Senado, de eliminar los aforamientos (un debate que ha perdido fuerza tras la dilución progresiva de Podemos), la incorporación de las protecciones ambientales e incluso se trata del debate, como reclaman muchos colectivos, de garantizar constitucionalmente las pensiones, los derechos de los dependientes o la sanidad.
La reforma se producirá en el seno de una sociedad diferente de la de hace 45 años: avanzada, insertada con éxito entre los países más prósperos del planeta. España está en la decimoquinta posición en la tabla del PIB global, que además es un índice engañoso porque economías mayores como China, India, Brasil o México están muy lejos de ofrecer a sus ciudadanos la homogeneidad social de España basada en la igualdad de oportunidades y la solidaridad. La España del siglo XXI es plenamente consciente de sus derechos y obligaciones, posiblemente está más desencantada de la política que la de entonces –que tenía el asidero de creer que había otra vida tras cuarenta años de ostracismo y dictadura– y lamentablemente muy polarizada. Pero, en cualquier caso, es una sociedad democráticamente madura para afrontar el debate sin que los vigilantes del cerrojo de la reforma la utilicen como fuerza de interposición entre una Constitución reformada y sus propios intereses partidistas.
A los de 1978 les unía la superación de cuarenta años de dictadura, les apremiaba la idea de Europa y la modernización del país, les vigilaban los espadones y les urgía inaugurar un nuevo tiempo. Sabían algunos de ellos que era el canto del cisne, especialmente para la UCD y el PCE, que veía cómo el PSOE se apoderaría del espectro electoral y social de la izquierda infligiendo una segunda derrota al comunismo (en la guerra y en la democracia) y confinándolo al rincón de las victorias morales, donde solo se celebra la dignidad.
Esperar a que España sea un mundo feliz y de buena voluntad para acometer las tareas pendientes es mucho esperar. Confiar en que la conversación pública ganará en trascendencia y se despojará de la estulticia permanente es absurdo con carácter inmediato. Y condicionar la actualización de la ley fundamental a ese hecho improbable a corto y medio plazo es mucho condicionar.
Si una Constitución es un conjunto de acuerdos que regulan la convivencia, los deberes y obligaciones de los individuos; si es un pacto político y social que rige la vida de un país organizando las normas por las que nos gobernamos y eso la convierte en el pivote del sistema político y del sistema jurídico de la nación, es imposible que esas normas, criterios y acuerdos sigan siendo los mismos que hace 45 años. Y si el eje central de nuestro sistema político gira mal porque está oxidado y no se ha actualizado, el país gira mal y las vidas de los ciudadanos se ven afectadas. O está viva y se adapta a lo que somos o solo será el bonito sueño de una noche de diciembre de 1978 que alumbró el que va a ser el texto más longevo de nuestra historia, a punto de superar los 46 años que duró la de 1876 aprobada durante la restauración borbónica y que murió con la dictadura de Miguel Primo de Rivera.
Podemos desarticula la mayoría
Podemos no podía hacer otra cosa que romper con sumar. Podía haber hecho otra cosa antes: no integrarse en la coalición. Pero el riesgo era doble y mayor: haber desparecido electoralmente y haber asumido, además, la responsabilidad de la división de los votos de la izquierda impidiendo un gobierno progresista. Era un doble cepo del que no supo o no pudo zafarse. Yolanda Díaz tampoco ha manejado bien la situación. Debería saber que Podemos, fiel al espíritu indómito que le va conduciendo inexorablemente a la irrelevancia, no iba a aceptar otro ministerio que el de Irene Montero. Pablo Iglesias ha sido claro: "Han dejado al grupo parlamentario sin capacidad de influencia". Es coherente que un partido que aspira al transformar radicalmente la sociedad no admita migajas ni aspire a ser una facción de cinco diputados autómatas que levantan la mano al son que marca la dirección de Sumar. Estaba cantado, aunque quizás no tan pronto. En el horizonte, unas europeas en las que se dilucidará posiblemente el asalto final de quién es quién en la izquierda la izquierda del PSOE. Y por delante, una legislatura en la que colocarán sacos terreros ante la acción legislativa para influir y recuperar si no terreno, al menos visibilidad. Los que dicen, como Patxi López, que Podemos no puede señalarse impidiendo las políticas de progreso ignoran que la izquierda radical puede hacerlo simplemente pidiendo más y votando o absteniéndose en contra de leyes que le parecerán repetidamente insuficientes y reflejo de una izquierda amaestrada por los poderes económicos. Lo veremos. Es de manual.
El resto de España nos roba
La M-30 como símbolo del poder económico, político, institucional y como nido de las castas extractivas, lo que antes se llamaban élites y los marxistas gustaban definir como oligarquías. Al final es lo mismo: hablamos de quienes manejan los hilos. Esa concentración de poder que eleva el PIB de Madrid y las oportunidades de los madrileños frente a otros territorios. Ítem más: Madrid le va a arrebatar la Fórmula 1 a Barcelona en breve y va a invertir más de 500 millones en la adecuación de un circuito urbano, liderado por IFEMA. Ese poderío concentrado, con buenas cucharaditas de dumping fiscal que la facilita su privilegiada situación, le permite elaborar un discurso de parte muy del gusto de los patrocinadores de una sociedad cada vez más radicalizada. Que Ayuso mienta y falte a los demás diciendo que Madrid aporta el 70% del gasto de los servicios públicos de toda España es solo un huevo duro más sobre aquel "dar pitas, pitas, pitas" que ya enarboló Esperanza Aguirre o el célebre discurso de los niños andaluces analfabetos de Ana Mato. Queda poco para que Ayuso proclame entre los aplausos de su clá: "El resto de España nos roba".
La culpa, de los inmigrantes
Hay algo obsceno cuando un político culpa a "los recién llegados" de las bajas calificaciones en el informe PISA. Lo ha hecho el secretario de Políticas Educativas de la Generalitat, Ignasi García Plata, quien apela a la "alta complejidad" de Cataluña para explicar los malos resultados. Sostiene que la "sobrerrepresentación" de estos alumnos es la culpable de los datos. Seguramente hay alguna verdad estadística en lo que dice, aunque es la propia consejería la que ratifica las listas de los centros que participan en la prueba. Pero lo que se espera de un responsable institucional es que el sistema dé respuestas a las dificultades, con presupuestos suficientes y planificaciones acordes a las exigencias. Y qué diga qué es lo que va a hacer para mejorar los datos el año próximo, cómo tratará de integrar y de mejorar el rendimiento de "los recién llegados". Que es, por cierto, lo que le conviene a cualquier territorio: conseguir mejorar la inserción de todos lo más rápido y eficientemente posible. No se menciona a "los recién llegados" cuando se hace balance de la buena marcha de la economía, no se dice lo que aportan en el campo, en la hostelería, en las labores domésticas, en las fábricas y en otras labores que una buena parte de los autóctonos ya no quiere hacer. Lo de culpar a los inmigrantes además de una torpeza política supina evidencia el plus xenófobo de los nacionalistas.
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