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La Audiencia Nacional ha puesto de moda a Carrero Blanco, el más aludido en esta semana en todos los programas. Sus chistes parecían superados, contados de reojo mientras vivió Franco; y su figura parecía absolutamente olvidada aunque aparezca en algún callejero. En el País Vasco le canturreaban los niños. Reírse de Carrero a estas alturas es como bromear sobre la derrota de Rocroi. Para la tuitera condenada su figura sería tan remota como la del general Prim (un catalán asesinado en Madrid cuando inventaba una dinastía) o la del rey Sigerico (un visigodo asesinado en Barcelona casi medio milenio antes de que se inventara Cataluña). Estaría por aclarar quién accionó la detonación que realmente hizo volar al Dodge Dart en la estrechez de la calle Claudio Coello. Una miniserie de TVE, El asesinato de Carrero Blanco, señala directamente a la CIA (no es por hacer spoiler), con los de ETA de tontos útiles. Muy tontos. Y muy útiles para los que siguen recogiendo las nueces. Carrero, que ahora fabrica héroes con la mención de su nombre, fue víctima del terrorismo aunque su caso es distinto y distante en todos los aspectos frente a un guardia civil tiroteado por la espalda o una niña, como Irene Villa, a la que le colocaron una bomba bajo el coche de su madre y que explotó cuando la llevaba al colegio. Si Irene Villa ha llegado a perdonar los chistes de mal gusto creo que toda España, en el siglo XXI, puede tolerar que una metepatas compulsiva se empeñe con el almirante de las cejas, que pertenece a otro tiempo, cuando la TVE en blanco y negro se enlutaba en vísperas navideñas. Con la aparatosa muerte de Carrero empezaba a contar atrás el reloj de la transición, tic, tac, y entre los dos extremos se quieren cargar ahora la memoria de ese logro.
La sentencia es una reacción desproporcionada y a contramano que destapa unos victimismos no invitados. Parece en ocasiones que los jueces trabajan para Más vale tarde, Al rojo vivo y Las mañanas de Cuatro. Qué piel más fina se nos ha quedado con el multipartidismo.
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