Un río, un mundo
La vida en el Misisipi | Crítica
Complementarias de sus ficciones, las memorias de juventud de Mark Twain recrean su apasionada relación con el Misisipi
La ficha
La vida en el Misisipi. Mark Twain. Trad. Susana Carral. Ilustraciones de Edmund H. Garrett, John Harley y A. Burnham Shute. Reino de Cordelia. Madrid, 2021. 575 páginas. 32,50 euros
Debida a su paisano William Faulkner, la célebre definición de Mark Twain como padre de la literatura norteamericana no se refiere a su cualidad de antecesor, aunque lo fuera, pues otros grandes escritores de la generación de los pioneros –Poe, Hawthorne o Melville– ya eran celebrados como maestros cuando el autor de Misuri empezó a desempeñarse como periodista. Lo que llevó a Faulkner a reconocerle esa condición, al margen de que Twain procediera como él mismo del profundo Sur y de que no respondiese al tipo característico de Nueva Inglaterra o la Costa Este, fue su contribución a la mitología fundacional de los Estados Unidos, en tanto que recreador de una realidad y de un lenguaje específicamente americanos. Antes de que doblara su extensión por efecto de la compra a Francia del vasto territorio de la Luisiana, la joven nación había tenido como frontera oeste el río Misisipi, cuyo curso de más de tres mil quinientos kilómetros –sin contar la red de afluentes, entre ellos el Misuri, con el que forma una cuenca que abarca buena parte de la superficie del país– atraviesa diez estados desde su nacimiento en Minesota hasta la desembocadura en el golfo de México. Ya en época precolombina, el "padre de las aguas" había sido una vía de capital importancia. Con la llegada de los europeos, el río y su entorno, fundamentales para la comunicación y el transporte de mercancías, se convirtieron en uno de los espacios inaugurales del imaginario estadounidense.
A ello contribuyeron dos deliciosas y popularísimas novelas de Samuel Langhorne Clemens, Las aventuras de Tom Sawyer (1876) y especialmente Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), con la que el escritor acogido al seudónimo de Mark Twain –"marca dos" (brazas) en argot afroamericano, o sea la profundidad necesaria para que los barcos pudieran navegar sin peligro– cimentó su prestigio literario. Ambas reflejaban sus vivencias de infancia y juventud, pero no fueron los únicos textos donde dejó constancia de su antigua y estrecha relación con el río. Un año antes del nacimiento de Tom Sawyer, Twain había publicado una serie de relatos autobiográficos en la revista Atlantic Monthly, titulada Viejos tiempos en el Misisipi, que serían la base de su posterior libro de memorias La vida en el Misisipi (1883). Es el volumen, también delicioso, que podemos leer en la reciente traducción de Susana Carral para Reino de Cordelia, enriquecido por las abundantes ilustraciones que acompañaron la edición original.
Aunque se presenta como una narración dividida en LX capítulos, la obra consta en realidad de dos partes: una primera en la que Twain evoca, tras unas pocas y arbitrarias noticias históricas sobre el tiempo del descubrimiento y la colonización, su iniciación en la "maravillosa ciencia de pilotar" las aguas del Misisipi, como aprendiz o grumete y sobre todo viajero fascinado por los elegantes barcos de vapor que habían sustituido a las primitivas barcazas, y una segunda y más extensa en la que relata su regreso a la zona veintiún años después. Entre medias, la Guerra de Secesión –él mismo dejó de trabajar como piloto cuando se suspendió el comercio fluvial, para alistarse en el ejército confederado y ejercer después muchos otros oficios, entre ellos los de buscador de oro y plata, tipógrafo, reportero, corresponsal o "escritor de poca monta"– había alterado la vida económica del Sur, basada en las plantaciones esclavistas, y por otra parte la expansión de los ferrocarriles –y las flotas de remolcadores– habían restado protagonismo a los vapores de ruedas. "Vuelvo a lo mío", dice Twain, que nunca dejó de añorar los viejos tiempos de formación en el río que era un mundo, y el retorno lo lleva a confrontar los recuerdos de juventud con los cambios experimentados en esas dos décadas largas. Notas de navegación –siempre difícil en aguas cambiantes, salvando islas, meandros y modificaciones del curso o el calado– e impresiones de viaje se alternan en su relato con multitud de historias cómicas o dramáticas, que se mezclan de modo natural con "las más pintorescas y admirables mentiras". Twain en estado puro, una provincia mayor en la gran geografía de la aventura.
Tierra de frontera
Entre el descubrimiento por el español Hernando de Soto, que lo llamó Gran Río del Espíritu Santo, y la exploración por el francés La Salle, pasó casi un siglo y medio, remarca Twain, pero hubo que esperar bastantes décadas hasta que las riberas del Misisipi empezaran a acoger asentamientos populosos que desde los inicios del siglo XIX ya desarrollaban un comercio pujante. Embarcados en gabarras y chalanas, los primeros surcadores del río eran gente ruda, valerosa y pendenciera, hecha a las penalidades, que se recicló como pudo en la corta edad de oro de los vapores fluviales. Es el tiempo del joven Twain, que reflejará con humor, fidelidad y una mirada crítica los tipos humanos –nada ejemplares e incluso escandalosos, a ojos de los custodios del buen gusto– de una tierra que fue de frontera y reunía a aventureros de toda condición, capaces de combinar las hazañas y los peores excesos. Entre la épica, el realismo y la picaresca, Twain abrió el campo para abarcar a los personajes vulgares y el lenguaje coloquial, incluido el habla de los esclavos. Sureño abolicionista, retrató una sociedad que en lo bueno y en lo malo ha adquirido el rango de mitología. Su visión satírica y a veces descarnada, pero también tierna y compasiva, es indisociable de lo que llamamos América.
También te puede interesar
Lo último