La vida en el otro lado

Ribeyro soñó con una obra maestra al modo de Balzac, pero su literatura se quedó en el relato corto, del que fue un maestro con muy pocos rivales en el siglo XX

Julio Ramón Ribeyro contempla el mar en su Perú natal.
Julio Ramón Ribeyro contempla el mar en su Perú natal.
Tomás Monago

24 de agosto 2011 - 05:00

"El lado puramente utilitario de nuestra vida es el más irreal e inasible dada su elemental e irremediable idiotez". El cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) hubiera firmado sin dudarlo esta frase de Maqroll el Gaviero, el quijote descreído que Álvaro Mutis regaló al siglo XX. Porque Ribeyro es un ejemplo máximo de desapego por la existencia práctica, planificada, por etapas, burguesa, en la que, más o menos, vive la mayoría del mundo occidental. Tras estudiar Letras y Derecho en Lima, se entregó a una vida errante en París, vagabunda, en la que las más de las veces no tenía ni para el metro, y en la que le movía una sola pasión: escribir, la literatura. Hasta tal punto llegaba esta enfermedad que solía sacrificar la compra de alimentos en beneficio de los libros. Tenía alma de escritor, y lo sabía. Su sueño fue escribir una obra maestra definitiva, al modo de Balzac, algo que abarcara de modo omnisciente la realidad en la que vivía. Pero dudaba (siembre dudaba) de su talento para ello y su carácter disperso, ajeno a cualquier forma de método, lo llevaba a iniciar, interrumpir, retomar y finalmente abandonar casi todos sus proyectos de novela. En él sólo podía tener cabida con un cierto decoro el esbozo, el relato corto. Aunque en eso sí fue un maestro, tampoco es que su producción fuera muy prolífica: todos sus cuentos se reúnen en apenas mil páginas, sus libros están muy espaciados en el tiempo, y en los últimos 20 años de su vida su aparición en las librerías fue muy esporádica. La razón es que Ribeyro tenía verdadera obsesión por la perfección literaria. La obsesión por la palabra, frase o párrafo redondo lo paralizaba en muchas ocasiones, y además odiaba repetirse. En lo literario se sentía más europeo que latinoamericano, no sólo por su estilo sencillo y preciso, sino por su preferencia por la vida urbana y sus seres anónimos, con sus pequeñas esperanzas y frustraciones. Ribeyro se veía como la voz de los que no tenían voz, pero en su obra no hay afán aleccionador, ni reivindicativo. Más bien compasivo en el sentido más pleno que nos brinda el diccionario: el de identificarnos con la desgracia ajena hasta hacerla nuestra.

Rirbeyro es chejoviano: sus cuentos son una unidad de tiempo y acción, y son las motivaciones de sus personajes, sus decisiones, las que suelen forzar el desenlace. En este sentido es absolutamente clásico, y opuesto a la exuberancia americana que en los 60 y 70 fascinaba al lector europeo. Este Ribeyro ajeno a la moda era un marginal. Era un outsider, pero no cejaba en su misión de ser escritor costase lo que costase, aun al precio de ir contracorriente y vivir sin blanca.

Pensó mucho sobre su oficio. En el libro de diarios La tentación del fracaso y en Prosas apátridas, un pequeño testamento a modo de fragmentos breves, son una constante sus reflexiones sobre el arte de escribir y sobre su propia condición. Él se siente capaz de ver esa otra realidad, la que hay detrás del mundo cotidiano, de los objetos, de las palabras. En ocasiones, confiesa Ribeyro, le sobrevenía una intensa lucidez, que derivaba en frustración porque se veía incapaz de trasladar a signos su visión. El cuentista peruano se ayudaba de la bebida para potenciar esa percepción casi chamánica de la literatura. Pensaba que un razonable estado de embriaguez era útil para lograr esa revelación que no se logra con la sobriedad. También se ayudaba del vicio del tabaco, hasta el punto de que llegó a considerar la escritura, un poco exageradamente, un "acto complementario del placer de fumar". Su relato Sólo para fumadores es probablemente el mayor alegato de la historia de la literatura en defensa de este hábito.

Es cierto que con el tiempo tuvo esposa e hijo, y trabajo fijo como agregado cultural de su país en la Unesco, pero en sus diarios deja claro que nunca dejó de ser del todo un vagabundo incapaz de poner un mínimo de orden en su vida. A veces sentía la llamada de la noche e iba de tugurio en tugurio esperando, quién sabe, un soplo de inspiración que le condujera a la obra maestra. Pero, en vez de esa redondez que perseguía, sólo obtuvo "un inventario de enigmas", como definió una vez su obra. Silvio en el rosedal, uno de sus cuentos más conocidos, es una alegoría de ese rompecabezas literario y vital del que él sólo atisbaba a duras penas la solución y aspiraba en vano a terminar.

Reconocido ya como uno de los grandes cuentistas del siglo XX, en Perú es el contrapunto de Vargas Llosa, y es más querido incluso que el Nobel por poseer ese espíritu tímido y reservado que diferencia a los peruanos del resto de latinoamericanos. Ribeyro envidiaba el éxito arrollador de Vargas Llosa, con quien terminó distanciado por razones políticas. En Prosas apátridas narra cómo un aficionado lo confunde con el autor de Conversación en la catedral, y él no lo saca de su error. El Ribeyro tímido, ajeno a las modas y descomprometido políticamente de la realidad de su tiempo, también quiso el éxito, pero no quería pagar el precio de renunciar a sí mismo. Incapaz para la novela -las que escribió apenas han llegado a nuestros días- finalmente vio reconocidos sus esbozos, en forma de cuentos, y quizás pudo pensar que su obra estaría en un futuro lejano en el pedestal de los elegidos, un aspecto que llegaba a desvelarle.

Ribeyro obrevivió a un cáncer más de 20 años, algo rarísimo para la época. Pero terminó venciendo día a día a la enfermedad, y quizás vivir fuera de ese lado puramente utilitario, irreal, que el Gaviero detestaba resultara determinante para ello.

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