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La vida en el lado del verano

Luis Alberto de Cuenca habla de la cercanía de la vejez en 'Cuaderno de vacaciones', un poemario esperanzado y luminoso pese a su punto de partida.

Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), fotografiado en una visita a Cosmopoética.
Braulio Ortiz

31 de agosto 2014 - 05:00

Cuaderno de vacaciones. Luis Alberto de Cuenca. Visor. Madrid, 2014. 144 páginas. 20 euros.

"Pobre experiencia tengo de la vida / (como todos). Practico la existencia / (como todos). Y sufro. Y no sé nada. / Lo primero: soy hombre, no mujer, / y eso ya es un fracaso si uno quiere / saber de qué va el mundo, penetrar / en el misterio de las cosas". En ¡Ah de la vida!, uno de los poemas del último libro de Luis Alberto de Cuenca, el autor lamenta haber atravesado la existencia sin haber alcanzado a comprender las certidumbres que escondía el camino. "Pobre experiencia tengo de la vida. ¡Qué pena estar tan cerca de la muerte!", concluye en ese texto, uno de los muchos en los que el escritor, ya sexagenario, se asoma a las derrotas íntimas de su pasado, realiza el cómputo de una biografía ya avanzada que, como todas, tiene la contabilidad equivocada. "Como todos los hombres, vine al mundo / a recordar (...) La vida es perseguir inútilmente / la fuente primordial, donde confluyen / todos los hilos de agua del recuerdo, / rozar casi sus gárgolas y hundirse / en el suplicio de una sed eterna", asegura en el fragmento Caverna perpetua.

Pero en ese recuento de episodios, en esa constancia de que el pasado no ha sido sino una búsqueda infructuosa, De Cuenca no se deja arrastrar por la amargura: no en vano, el libro se titula Cuaderno de vacaciones, un nombre que responde al modo en que fue escrito -en el tiempo libre de los veranos, cuando el poeta sacaba el hueco para escribir versos que no encontraba durante el curso- pero también a esa afinidad con la vida, esa victoria de la luz sobre todas las cosas, que caracteriza al periodo estival. El protagonista de estas páginas es un hombre que se resiste a la desesperanza. "La bilis negra es vieja como el hombre. / Para intentar vencerla, viene bien / que te lo tomes todo en positivo", se dice en Melancolía. Unos versos antes, en otro poema, el autor expone argumentos que le levanten el ánimo: se recuerda a sí mismo que, aunque no depare el porvenir ya, seguramente, "emociones fortísimas", aún "respiras (lo que es inevitable / cuando se sigue vivo), que hay películas / todavía que ver, y geologías / caprichosas y océanos en llamas, / y tesoro escitas y crepúsculos / que admirar, y novelas que leer, / y conivencias mágicas, y copas / feéricas que apurar".

De Cuenca ya entiende unos versos de Dámaso Alonso que le impactaron en su momento -"Ahora que he sentido los primeros manotazos / del súbito orangután pardo de mi vejez"-, y el mundo ya no es "un álbum de cromos de animales", sino "esta decadencia que precede a la muerte", el escritor escoge dejar atrás la oscuridad, como le sugiere una cita de Macbeth: "No hay noche, por terrible y larga que sea, / que no se encuentre al fin con el día".

Está, eso sí, inevitablemente, la nostalgia de la infancia, el adulto que sueña con dinosaurios, que rememora a sus héroes de aquel tiempo y se embarca en aventuras ocasionales -"aquí se lucha a cambio de la gloria, / si es que la gloria es algo"-; también por las páginas de Cuaderno de vacaciones asoma el amor: su imposibilidad de reflejarlo en unos versos -ante alguna imagen, el propio De Cuenca observa, resignado, su "pobre intento / de fijar tu silueta en un poema"- pero también la celebración sin reparos del enamoramiento, que lleva al autor a rebatir a Agatha Christie. Ella escribió, lo apunta el autor en Acotación al desenlace del Opus Primum de Agatha Christie, "un hombre enamorado / es un show lamentable, un espectáculo / patético, un paisaje lastimoso" y De Cuenca anotará al margen de esa cita: "No estoy de acuerdo con la vieja Agatha".

Como reconoce en el prólogo, De Cuenca siempre ha pensado que "hacer versos es una fiesta, algo muy parecido a la felicidad", y un lector tan versado como él invita en esa ceremonia a los autores que le han marcado. Entre los poemas redacta una Apología de los clásicos -"los clásicos ayudan a vivir, / y a morir, y a olvidar nuestras miserias"-, expresa su admiración por Ingres -sus desnudos, dice, "son tranquilos y sabios"- o por Víctor Hugo -"me regaló un asombro milenario, / exento de preguntas insidiosas"- y a cuenta de Faulkner hace una sabia declaración de intenciones, la lírica debe estar al servicio de la emoción humana: "Sin amor, sin honor y sin orgullo, / sin emoción y sin complicidad / la poesía no tiene sentido".

Como las vacaciones, De Cuenca se decanta hacia el lado luminoso del mundo. "Siempre has visto la vida por el ojo / de la literatura", se reprocha a sí mismo en La brisa de la calle, un fragmento en el que se pide entregarse a la verdad del mundo, "que la luz de lo real / entre en tu corazón". Y en el poema La ciega y el lector, una invidente ruega a su acompañante que la guíe hacia la agitación del exterior: "...llévame / al teatro, a una fiesta popular o, aún mejor, / a un baile de disfraces. Una noche en la calle / vale más que cien libros". Un poemario bello, preciso y sentido que desprende esa sabiduría serena que sólo da la edad y que conmueve por su mensaje esperanzado: después de la noche, con toda su penumbra, aguarda el día.

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