Carne de presidio

La vida, sin más... | Crítica

El Paseo publica por primera vez en España las dos primeras partes de la cruda y desnuda trilogía en la que Julien Blanc contó su vida con honestidad y admirable franqueza

Julien Blanc (París, 1908-1951).
Julien Blanc (París, 1908-1951).

La ficha

La vida, sin más... Julien Blanc. Trad. Luisa Lucuix Venegas. I. Confusión de penas. II. Listillo, prepara el petate. El Paseo, Sevilla, 2022, 2023. 272 + 360 páginas. 18,95 + 21,95 euros

Antes de su temprana muerte a los 43 años, consumido por una trayectoria pródiga en desgarros y vivencias extremas, Julien Blanc apenas tuvo reconocimiento y después caería en el olvido hasta que su trilogía biográfica, Seule, la vie…, publicada originalmente entre 1943 y 1948, es decir entre el periodo final de la Ocupación alemana y la inmediata posguerra, fue recuperada en Francia donde alcanzó, a comienzos de la segunda década de nuestro siglo, un éxito notable. La obra permanecía inédita en España y está siendo publicada en traducción de Luisa Lucuix Venegas por la editorial El Paseo, que ha dado a conocer las dos primeras entregas de La vida, no más… y tiene previsto acoger próximamente la que cierra el ciclo. Ninguna de sus novelas anteriores había logrado eco, pero a comienzos de los cuarenta, sabiamente aconsejado por Jean Paulhan, director de la Nouvelle Revue Française para la que Blanc hacía tareas de corrector, el narrador dejó de lado la ficción para contar –escupir, le dijo Paulhan muy gráficamente– su propia vida y fue en este registro donde su genio autodidacta dejó una huella perdurable.

Los castigos convierten al niño en un inadaptado, hostil a la autoridad y reacio a la disciplina

La primera parte, Confusión de penas, narra la infancia y adolescencia de Blanc, perteneciente a esa legión de desahuciados que deambularon por inclusas y correccionales tras la descomunal matanza de la Gran Guerra. Huérfano de padre desde su nacimiento, el niño pierde a su madre irlandesa, a la que adoraba y retrata en términos conmovedores, a los ocho años, pero ya antes había sido confiado a una madrina que lo ingresa en sucesivos internados de donde lo expulsan cada poco tiempo. Protegido por una benefactora y eventualmente acogido por otras familias, el paso por escuelas, reformatorios y patronatos lo convierte en un muchacho “desobediente, rebelde y vicioso”, una de esas “ovejas descarriadas” que a juicio de la severísima pedagogía de sus mayores sólo aprenden con el castigo. Dejado de la mano de Dios, aunque sus carceleros lo invoquen de continuo, sometido a trabajos forzados, abusos e injusticias, es ya un inadaptado, hostil a la autoridad y reacio a cualquier clase de disciplina. Un perpetuo fugitivo, un paria trashumante, “carne de presidio”, que recurre a pequeños hurtos y no es capaz de enderezar el rumbo. No ha conocido más que miserias, pero no es insensible y entre los incontables padecimientos recuerda al amigo al que traicionó y al amigo que lo amaba, a las niñas o mujeres de las que se sintió prendado. Desearía estudiar e instruirse, acceder a los libros y la música.

Blanc ofrece un magistral reflejo de la doliente humanidad que habita la colonia penitenciaria

Al final de la primera parte se alista como voluntario en el ejército, del que deserta. Al comienzo de la segunda, Listillo, prepara el petate, ha salido de prisión para redimir su condena en el Bat’ d’Af’ o batallón disciplinario de África, las famosas tropas de infantería ligera a las que iban a parar convictos e indeseables, los llamados joyeux entre los que el protagonista pasa siete años largos. Rodeado de hombres encallecidos, en un ambiente más carcelario que castrense donde la violencia es la norma, es destinado a la enfermería –en uno de sus trabajos anteriores ejerció como asistente de farmacia– donde aprende a “querer intensamente aquello que está obligado a vivir en la sombra”. El ambiente de hipermasculinidad favorece las relaciones sexuales entre hombres, pasajeras o formalizadas en vínculos de dominación, pero también hay espacio para la camaradería. Lee, es educado a distancia por “profesores voluntarios” y sueña con ser él mismo escritor. Esta segunda parte contiene pasajes muy duros, pero ofrece un magistral reflejo de la doliente humanidad que habita la colonia penitenciaria, “imagen reducida pero fiel del mundo”.

La escritura del autor trasciende el propósito testimonial y lo reconvierte en verdad estética

Mientras aparece la última parte de la trilogía, La hora de los hombres, donde Blanc contó su experiencia durante la guerra civil española en la que participó como enfermero de la FAI, podemos decir que su reciente prestigio crítico está más que justificado. No encontraremos en su recuento la versión romantizada de la vida en el arroyo, ni el patetismo o la victimización tan propios de nuestro tiempo, sino un autorretrato desnudo que junto a las penalidades transmite un sincero deseo de superación y una idea –ingenua en el mejor de los sentidos– redentora de la belleza. La falta de autocomplacencia, la voluntad de sobrevivir y una honestidad radical, que no edulcora los hechos ni busca justificarlos, caracterizan a un narrador que como bien dice su editor español puede relacionarse con otros autores –o autoras, en su catálogo figuran escritos parangonables de Margarete Böhme o Emmy Hennings– que en esa primera mitad del siglo XX desafiaron las convenciones al contar sin filtros sus vidas nada ejemplares. Con su estilo seco, afilado y a veces brutal, pero no exento de lirismo, la poderosa escritura de Blanc desprende una autenticidad que trasciende el propósito testimonial y lo reconvierte en verdad estética.

Lacerada inocencia

Hay en la narrativa autobiográfica de Julien Blanc trazos de la escuela naturalista o de la más cercana littérature prolétarienne –consta que el máximo impulsor de la corriente, Henry Poulaille, celebró en su momento la trilogía– en tanto que se trata de una escritura en primera persona que consigna vivencias reales y surgidas de lo más bajo de la escala social. Pero Blanc, que iba por libre, del mismo modo que su amigo y protector Louis Guillaux, también elogiado puntualmente por Poulaille, se mostró reacio a adoptar consignas programáticas y tampoco encauzó su rebeldía, como hizo el realismo militante, en una dirección política. Decíamos que apenas tuvo reconocimiento, pero de hecho la segunda parte de la trilogía llegó a ser finalista del Prix des Critiques de 1947 –año en que lo ganó Camus, quien dejó muestras de su admiración por Blanc, con su novela La peste– y obtendría el Sainte-Beuve. No es difícil ver en esta segunda parte ecos de la “casa muerta” de Dostoievski, a quien Blanc cita entre sus lecturas, pero su relato descarnado tiene algo también de Céline. El itinerario del autor de La vida, no más… presenta algunos paralelismos con el de Jean Genet –cuya célebre autobiografía, Diario del ladrón, apareció en 1949–, pero Blanc carece de su presuntuosa malicia y proyecta más bien, quizá como el propio Genet antes de su encumbramiento, una suerte de lacerada inocencia.

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