Una vida a escala humana
Los sueños heroicos | Crítica
Fernando Ontañón reivindica en la novela ‘Los sueños heroicos’ a los idealistas que logran escapar de “las exigencias de la ciudad y la sumisión al dinero”.
La ficha
Los sueños heroicos. Fernando Ontañón. Bala Perdida. Madrid, 2024. 286 páginas. 20 euros
“Madrid se acababa, como se acaba la infancia y la época interminable del colegio y luego de la universidad, como se acaba un noviazgo largo o un matrimonio, como se acaba la vida de quienes te acogieron y estaban ahí antes que tú, la vida entera de generaciones, de abuelos, de tíos y de padres. Madrid se acababa después de demasiados años de trabajo estresante y buenos ingresos, de gastos inmorales y noches muy largas, de comidas excesivas, de atascos constantes e inhalaciones de aire contaminado (...) Madrid, la ciudad que amaba, se agotaba y se le echaba encima como a un agorafóbico”.
Waldo y Lana, los protagonistas de Los sueños heroicos, la última novela de Fernando Ontañón, editada por Bala Perdida, dejaron un día la capital en busca de “uno de esos sueños locos y tantas veces condenados al fracaso: el sueño de vivir como uno quiere, de hacer lo que uno quiere, de ser quien uno es”. Son los años 90, esa década que arrancó encantada de conocerse, pavoneándose en el despilfarro de las Olimpiadas y la Expo 92, pero esa abundancia ha dejado en la pareja protagonista una sensación de hastío. Ellos, “gente que trata de vivir a su manera, al margen de las exigencias de la ciudad y de la sumisión al dinero, gente que busca una existencia más anchurosa, una vida a escala humana en la que el tiempo sea la verdadera medida de su riqueza”, como los definirá en algún momento de la obra otro personaje, deciden abrir un hotel en un pequeño pueblo del Priorat rodeado de vides. Aristarain ha estrenado en los cines Un lugar en el mundo, una película a la que se hace referencia en el libro, y como las criaturas del director argentino Waldo y Lana se preguntan si puede definirles un trozo de tierra, si albergan dentro de ellos algo parecido a un ideal.
Ontañón, ganador del Premio Dulce Chacón por El periodista despedido y autor de otras novelas como Mi vida en otra parte y Emboscados, inicia su relato en lo que parece el final de la aventura: se cumplen 25 años de la inauguración de ese hotel, y la fiesta de aniversario podría ser también una fiesta de despedida. Sobre la mesa hay ofertas para la venta de Luna de Lobos, como se llama el establecimiento que regentan, y en el horizonte asoma la posibilidad de una tranquila jubilación en La Coruña. Un momento decisivo que el narrador toma como punto de partida para plasmar ese caudal de inseguridades y resquemores que arrastra toda existencia, incluso la de quienes un día se atrevieron a salirse del rebaño y atravesar un camino propio. Del desencanto y el cansancio, viene a decirnos Ontañón, tampoco escapan los valientes que tomaron las riendas de su historia. Toda vida, se apunta en estas páginas, no es sino un constante viaje en el tiempo, a ese pasado en el que fuimos felices tal vez sin sospecharlo.
“Y, visto así, claro que podría haber en estos veinticinco años un motivo de celebración, pero, al mismo tiempo, el hecho de estar a punto de vender el hotel, de haber llegado al final de su vida activa, de ir a abandonar el pueblo y desterrarse a pasar sus últimos años a un pequeño y saneado apartamento en Coruña, no deja de parecerle una claudicación, la celebración de una derrota, de un no podemos más y quién nos asegura ahora que estos veinticinco años no han sido un error irreparable”, piensa Waldo, desengañado con las “miserias pueblerinas”, el provincianismo que ha avivado el procés y la “tiranía de los clientes”.
Del desencanto y el cansancio, viene a decirnos el autor, tampoco escapan los valientes
Entre otras cuestiones Los sueños heroicos plantea un lúcido análisis de las relaciones de pareja y de la erosión que el tiempo provoca en el ánimo de los amantes. La indolencia en la que ha caído Waldo, cada vez más ensimismado y misántropo, choca con la energía expansiva de Lana. Ontañón logra un retrato elocuente de los sentimientos encontrados que genera la convivencia: si bien los protagonistas se desean todavía, con los años parecen hablar lenguajes diferentes y compartir un idioma sustentado en el reproche y los malentendidos. “Él adora a la Rubia y ni por un momento ha dejado de sentir por ella la misma fascinación de siempre. Pero el tiempo lo corrompe todo y, a pesar de sus nobles sentimientos hacia ella, no puede evitar percibir las miasmas de su paso, el olor a viejo de todo cuanto fueron, de cada uno de sus sueños y proyectos, de los objetos que los rodean”.
Porque Ontañón desciende en Los sueños heroicos a la parte más honda de la experiencia humana, y los personajes, heridos por el recuerdo de los amigos que enfermaron o que decidieron poner fin a sus vidas, dialogan con los muertos y anhelan una trascendencia que no alcanzan. Waldo es un ateo que encuentra en John Cheever, y especialmente en lo que el autor escribió en sus Diarios, una suerte de guía espiritual, y que mantiene conversaciones sobre el Dios de la infancia con un amigo sacerdote. Las grabaciones de Keith Jarret o Michel Petrucciani le conceden momentáneamente la fe que no posee. “Mi sangre de Cristo es el vino, pero también la música y los libros, mi devoción por la Rubia”, asegura el personaje. En una de las solapas, el libro incluye una playlist para que los lectores sientan la misma sacudida: “La música tiene ese poder, (...) recupera toda clase de emociones y revive olores y texturas, alientos, pieles, tripas”. Lo mismo que hace la buena literatura: recordarnos que, pese a todo el dolor y el desconcierto, seguimos vivos y podemos celebrarlo.
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