Una vida ejemplar del XX
Jorge M. Reverte recrea la peripecia de William Aalto, héroe traicionado por sus camaradas, perseguido por el FBI e incomprendido por su homosexualidad.
Guerreros y traidores. Jorge M. Reverte. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2014. 254 páginas. 19 euros.
Dice Savater en el prólogo a La vida del doctor Johnson, obra del extraordinario periodista y escritor James Boswell: "Nada más edificante que comprobar cómo personas indecentes fueron capaces de algo mejor que la decencia". Según Lytton Strachey, Boswell fue "un vago, un lascivo, un borracho y un snob". Aun así, parece que tuvo tiempo de inventar no sólo el género de la entrevista, sino a ese personaje formidable e hiperbólico, retratado por Reynolds, que fue el doctor Johnson. Algo similar podríamos decir del hombre glosado en estas páginas de Guerreros y traidores. William Aalto es, sin duda, el joven turbulento y dipsómano al que Auden expulsa de su apartamento neoyorquino. También el hombre abandonado por su amante en Ischia, tras amenazarlo de muerte con un cuchillo. Antes, sin embargo, William Aalto ha sido un héroe de las Brigadas internacionales, el guerrillero que liberó la cárcel de Carchuna, y de quien Hemingway tomará ejemplo para su novela Por quién doblan las campanas.
Años después, acabada la Segunda Guerra Mundial, el FBI de Hoover perseguirá a Aalto por toda Europa para que delate a sus camaradas comunistas. Aalto nunca hará tal cosa, a pesar de que se le presione y se le instigue, privándole incluso de su exigua pensión de mutilado de guerra, a pesar de que sus camaradas lo hayan delatado a él por su homosexualidad encubierta. Después de esta miserable delación, Aalto quedará excluido de la tropa escogida por el servicio secreto para operar en Europa. La delación, no obstante, no ha sido producto de la casualidad o el odio: ha sido obra de su íntimo amigo, de su estrecho compañero de armas en España, Irving Goff, conocido como el Adonis de Coney Island. Para el comunismo hermético y sectario de aquella hora, la homosexualidad es un vicio, una tara, quizá una debilidad burguesa, que podría poner en peligro las operaciones en marcha y la seguridad de sus compañeros. Aalto, entonces, pasará los días de la guerra mundial como entrenador de guerrilleros en el Campamento B de Maryland. Allí perderá la mano derecha, tras la explosión fortuita de una granada; y allí languidecerá, sin saber aún que ha sido delatado por sus amigos. Luego vendrá el viaje a Ischia junto a su amante, en compañía de Auden y Chester Kallman; luego vendrá el regreso a Nueva York, y su paulatina degradación, hasta encontrar la muerte, casi en completo abandono, en el hospital de la beneficencia de Manhattan. Antes, y como ya se ha dicho, Aalto ha sido admirado por Hemingway y Dos Passos, a quienes encontraba en el hotel Florida de Madrid. Y será aquí, en España, donde adquiera su mayor timbre de gloria, como eficaz saboteador de los avances de la tropa alzada. Cuando regrese a Nueva York, tras la definitiva repatriación de las Brigadas internacionales, Aalto será recibido como un héroe.
Esta asombrosa peripecia es la que relata, con precisión, agilidad y rigor, Jorge M. Reverte. No sólo el heroísmo de Aalto, sino la mezquindad y el crimen consustanciales a la guerra. En Guerreros y traidores, junto a la barbarie autóctona de los españoles, se verá retratada la ominosa participación italo-alemana y las purgas del comunismo durante la contienda (la enemistad de Hemingway y Dos Passos surgirá de ahí, de aquellos crímenes sin nombre). También el miserable comportamiento de los camaradas de Aalto, cuando su homosexualidad se haga evidente. Aun así, el mayor logro de este libro quizá sea el de relatar una parte crucial del siglo XX, a través de un personaje marginal, sin eludir ninguna de sus sombras. Obviamente, los totalitarismos de aquella hora aparecen como lo que son: gigantescas maquinarias de opresión y crimen. Pero también el fanático comportamiento de Edgar Hoover y su caza de brujas o el de la izquierda europea de posguerra, cuando ignore conscientemente, irracionalmente, el oprobio estalinista. Aalto, hijo de emigrantes finlandeses, que se curtió luchando en las calles durante la Gran Depresión; que se distinguió en la Guerra Civil por su indudable arrojo, que regresó triunfalmente a su país de acogida, pasó de ser un héroe antifascista a un trémulo marica, olvidado de los suyos, gracias a la disciplina de partido. Cuando sueñe otra vez con ser escritor, ya pasada la guerra, Aalto es apenas una ruina humana. En cualquier caso, es la generosidad de Auden, y la paciencia de sus amantes, la que acogerá a este despojo vivo, a este vestigio histórico, hasta la hora de su muerte. No sus viejos camaradas, que lo han sacrificado en pos de una rígida doctrina y un bochornoso prejuicio homófobo; sino el distinguido homosexual, el extraordinario poeta que fue Auden. Una vez enterrado, el último amante de Aalto recogerá la bandera que cubría su ataúd. Una bandera, la de las barras y estrellas, a la que honró de mejor modo que sus persecutores.
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