Borgo | Crítica
Una mujer en Córcega
De libros
'Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas'. Paloma Ulacia Altolaguirre. Presentación de María Zambrano. Renacimiento. Sevilla, 2018. 208 páginas. 18 euros.
Publicadas por primera vez en 1990, cuatro años después de su muerte, y de nuevo disponibles en la reedición de Renacimiento, las memorias de Concha Méndez fueron el tardío fruto de las conversaciones mantenidas entre una anciana de 83 años y su nieta Paloma, hija de la hija homónima de la memorialista y del también poeta e impresor Manuel Altolaguirre, una pareja fundamental en la constelación del 27. Con razón afirma la transcriptora, cuyo trabajo de edición es digno de todos los elogios, que Concha Méndez padeció a la vez la extendida misoginia de sus contemporáneos y el aislamiento propio de los desterrados que no se integraron del todo en las comunidades -masculinas- del exilio, a lo que se suma el hecho de que apenas volviera a escribir o publicar después de los años 40. Tal vez debió haberlo hecho antes, cuando conservaba intactas las facultades y más frescos los recuerdos, pero es precisamente en el origen conversacional del libro, que reproduce con fidelidad el encanto, la gracia y el desparpajo de la autora madrileña, donde radica su singularidad y su valor como testimonio, menos por los datos que aporta a la historia literaria -al contrario que otros memorialistas obsesionados con reivindicar sus méritos, ni siquiera habla demasiado de su propia obra- que por su vívida evocación del tiempo perdido.
"La risa y el misterio juntos era siempre ella", dice en su afectuosa presentación de la obra María Zambrano, con la que Concha Méndez coincidió en Cuba antes de establecerse definitivamente en México. De ambas facetas de su personalidad, el temperamento bienhumorado y el perdurable interés por los sueños y el inconsciente, fácilmente asimilable a los modos del surrealismo, dejan constancia estas memorias, caracterizadas por una vitalidad arrolladora. Desde el comienzo se refiere Concha Méndez a su "carácter aventurero", fascinada desde chica por la geografía y los mapas de la escuela. Y desde el comienzo comprende que no lo tendrá fácil: "Yo voy a ser capitán de barco", le dice a un amigo de sus padres, que le responde: "Las niñas no son nada". Asiste a las clases de un colegio francés donde las lecciones, alejadas de las materias que le interesan, se dirigen a formar "esposas, mujeres de sociedad, madres de familia", pero a los 14 años la jubilan y en su casa no le permiten leer ni el periódico. Su formación será por lo tanto autodidacta y en el campo de las relaciones -"tener amigo era indecente y esa palabra no se podía decir"- tampoco será mayor su libertad de movimientos. Un día acude de oyente a un curso de literatura y de vuelta la madre, enterada, la golpea en la cabeza con la bocina del teléfono. Ya ha publicado sus primeros libros y ganado un concurso de natación, sale su fotografía en los periódicos y el padre le comenta: "Apareces retratada como cualquier criminal". Cuando cumplida la mayoría de edad se fuga del hogar familiar, "como el que sale a dar un paseo", los progenitores, avergonzados, se vengan acuchillando el retrato que le hizo su amiga la pintora Maruja Mallo.
Es la generación, ahora reivindicada, del Lyceum Club, donde recalan señoras o señoritas de lo más respetable -muchas de ellas esposas o hijas de escritores- junto a las "modernas de Madrid", que escandalizan por su desinhibición y su defensa del "sinsombrerismo" en unos années folles que entre nosotros mezclaban el jazz y el charlestón con las verbenas populares y las aficiones castizas. Pioneras de la emancipación femenina, aunque no siempre expresaran -o lo hicieran sólo mediante sus actos- reclamaciones en este sentido, sus evoluciones fueron dispares, pero la del país dejaría claro que la apertura de esos años no iba a tener continuidad inmediata. A través de la propia Maruja Mallo, abanderada de la causa, y de Luis Buñuel, de quien Concha Méndez fue novia medio oficial durante siete años, la joven entrará en contacto con lo más granado de la nueva poesía. Con el futuro realizador, que por entonces "se interesaba sólo por los insectos", acudía al cine del Retiro, acompañados por supuesto de carabina. Roto el noviazgo, que ella compara con el abandono de un vicio, conoce a Lorca, "la alegría misma", lo escucha recitar una noche y se dice muy dispuesta: "Esto también lo hago yo". Desde entonces, los poemas le salen por decenas, "involuntariamente". Ya una adivina le había pronosticado: "Usted va a ser artista". Pero su mayor deseo es conocer mundo y lo cumple cuando viaja, sola, primero a Inglaterra y después a Argentina, donde se mueve en los medios literarios y trata a Consuelo Berges y Alfonsina Storni. De vuelta a Europa, oye hablar en París de Manuel Altolaguirre. Cuando se conocen en el efervescente Madrid republicano, se convierten en socios y compañeros en una de las más hermosas aventuras editoriales del siglo, de la que nacieron cabeceras míticas como Héroe, 1616 o Caballo verde para la poesía: "Él era el tipógrafo y yo, vestida de mecánico, la fuerza que hacía girar la imprenta".
Las duras vivencias de la guerra y el exilio, incluida la separación del matrimonio -"se fue y no se fue"- a mediados de los 40, las relata Concha Méndez con una contención admirable, sin abandonar la sencilla franqueza de una voz que nos ha ganado desde la primera línea. Tanto ella como Altolaguirre fueron leales a la República, pero la memorialista no se engaña respecto a las "cosas de infamia" que ocurrieron en ambos bandos. Del solitario Cernuda, que se alojaba y murió en su casa de Coyoacán y con el que mantuvo durante años una relación entrañable, apunta: "Quizás me quería, pero lo ocultaba". La determinación de Concha Méndez, que renunció a los privilegios de clase para vivir una vida propia, fiel a su vocación y a su destino elegido, es ciertamente admirable, pero lo es todavía más, a nuestro juicio, el tono que empleó a la hora de hacer este recuento espontáneo, desenfadado y muy distante de la pretenciosa solemnidad con la que otros escritores se contemplan a sí mismos. "Cada vez que me pongo seria, siento que me está saliendo bigote", dice la anciana. Y precisa, para explicar que se limitará a recoger anécdotas: "La autobiografía la dejo para las personas mayores".
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