Viaje a la tierra

Acantilado publica "Terra incognita". Una historia de la ignorancia (siglos XVIII-XIX), obra del historiador Alain Corbin, donde se analiza la muy reciente adquisición de nuestros conocimientos planetarios

El historiador Alain Corbin. Francia, 1936
El historiador Alain Corbin. Francia, 1936
Manuel Gregorio González

07 de julio 2024 - 06:00

La ficha

«Terra incognita». Una historia de la ignorancia (siglos XVIII-XIX). Alain Corbin. Trad. Marco Aurelio Galmarini. Acantilado. Barcelona, 2024. 240 págs. 18 €

Hace unos meses reseñábamos aquí la obra de Burke, Ignorancia. Una historia cultural, cuya ambición y cuyos límites difieren sustancialmente de este estudio de Corbin. En él -«Terra incognita». Una historia de la ignorancia (siglos XVIII-XIX)-, Corbin quiere consignar la ignorancia de unos saberes precisos, aplicados a un campo determinado, durante un periodo concreto. El campo es la propia Tierra como objeto de estudio. Y los saberes son aquellos que atañen a las ciencias afines (geología, vulcanología, meterología, geografía, oceanografía...), comenzando desde el terremoto de Lisboa, en noviembre de 1755, a los primeros años del XX. Lo que se quiere mostrar es, pues, la naturaleza reciente de nuestros conocimientos terráqueos. Esto es, el cúmulo de prejuicios e inexactitudes que ha barajado la erudición occidental, hasta hace poco, para explicar fenómenos físicos (volcanes, tempestades, etcétera), y datar geografías desconocidas como los polos y los fondos abisales.

Lo que Corbin ofrece al lector es el estado del conocimiento durante el XVIII-XIX y su evolución paulatina

¿Por qué el terremoto de Lisboa? Porque dicho episodio conmocionó a toda Europa, no solo por la devastación que produjo, sino por la posterior polémica que suscitó entre los ilustrados, -Voltaire y Rousseau, principalmente-, en cuanto a la naturaleza y el significado de tales tragedias. A ello debería sumarse un descubrimiento contemporáneo que Corbin no relaciona con la catástrofe: el fenomenal hallazgo de las ciudades sepultas de Herculano (1738) y Pompeya (1748), que habían perecido bajo la acción del Vesubio. Ya sea, pues, mediante el estudio de volcanes, la exploración de los polos, la datación de fósiles, la clasificación de las nubes o las primeras aventuras aeronáuticas, lo que Corbin ofrece al lector curioso es el estado del conocimiento durante ese periodo y su paulatina evolución, gracias a intereses de distinto orden. En tal aspecto, el interés por los polos es de diferente signo a la indagatoria sobre los volcanes. El primero, como veremos, no estaba ajeno a cierta mitología que situó el Edén en las zonas heladas del norte; el segundo, sin embargo, se relacionó con una realidad más perentoria, como era la erupción del Laki en Islandia, en junio de 1783, la posterior erupción del Tambora, en 1815, o la más próxima del Krakatoa, en agosto de 1883, todas ellas de largas y funestas consecuencias, siendo las del volcán Laki las menos conocidas por el público.

Ilustración de Neuville para las Veinte mil leguas de viaje submarino. Verne. 1869
Ilustración de Neuville para las Veinte mil leguas de viaje submarino. Verne. 1869

Por otro lado, el lector no desconocerá la teoría de la tierra hueca popularizada por Verne. De hecho, es Verne el vehículo del que se sirve Corbin para ilustrar, en numerosas ocasiones, no tanto los avances científicos de aquella hora; sino lo que acaso sea más relevante para este estudio: las fantasías y deficiencias con que el hombre del común construye su imagen del mundo. Solo muy lentamente el hombre comenzaría a racionalizar el meteoro. Lo cual explica, en no poca medida, la profunda fascinación que ejerció Benjamin Franklin -el inventor del pararrayos- sobre los franceses, cuando viajó como embajador al continente. También la aventura de los hermanos Mongoflier, y el triunfo de su aeróstato, encarnan una trágica y abundante mitología. De entre todas las realidades materiales del planeta (su morfología, su mecánica, la verdadera condición de sus abismos), quizá sea el problema del tiempo el que más perplejidades suscitara. Las especulaciones y hallazgos sobre fósiles de Steno y Leibniz, por ejemplo, permitían suponer una edad del mundo y una historia del hombre distintas a las que se deducen de las Escrituras. Este drama lo expondría, agónicamente, el pastor y naturalista Philip Henry Gosse, cuando trató de conciliar su acendrada fe en la literalidad de la Biblia con los postulados de Darwin.

En la paulatina acotación científica de la Tierra, rigorizada por Corbin, uno añadiría dos sucesos relevantes: la hipótesis de Herschel de un universo infinito, formado por infinitas galaxias (lo cual empequeñecía considerablemente el tamaño de nuestra vanidad); y el impacto de un meteorito o un cometa, quizá un fragmento del Encke, en junio de 1908, en la Siberia oriental. El suceso de Tunguska, equivalente a una colosal bomba nuclear, de enorme repercusión en todo el planeta, planteó, dramáticamente, otro limes físico a la Tierra. El mismo que había extinguido a los dinosaurios, mucho antes de cualquier Diluvio.

Frankenstein, los volcanes y el polo

La novela de Mary Shelley aparece en estas páginas por dos motivos distintos: por la erupción del Tambora, que propició el «año sin verano» de 1816 y mantuvo recluidos, en Villa Diodati, junto al lago Ginebra, a Byron, a Polidori y a los Shelley (fue allí donde se ideó su Moderno Prometeo); y por la huida hacia los polos de la criatura sin nombre, creada por el doctor Frankenstein en Ingolstad. Como recuerda Corbin, el hombre del XIX sospechó una suerte de Edén, oculto entre las nieves del polo, que solo las evidencias expedicionarias disiparon. Ahora bien, ¿es casualidad que la criatura de Frankenstein, una suerte de Adán voltaico, un hijo monstruoso y desdichado de la ambición humana, huyera hacia las nieves del norte? ¿No había en esa acción, siquiera al modo simbólico, la correspondencia de un imposible paraíso, un paraíso oculto entre los hielos, y un nuevo Primer Hombre, desfigurado, atroz y solitario? ¿Fue por eso por lo que el monstruo quiso ofrecerse en holocausto, consumido por el fuego, en el ápice helado de la Tierra? Buena parte de los saberes e ignorancias estudiados en esta «Terra incognita» de Corbin se recogen ya, en ordenada y feliz pedagogía, en la novela de Shelley.

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