Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
OBITUARIO
Hace sólo unos meses, en octubre del año pasado, que fuimos a El Ferrol para presentar su Poesía completa, publicada por la colección Vandalia de la Fundación José Manuel Lara, que gracias a la iniciativa de Jacobo Cortines comenzó su andadura de la mano de una recopilación de su obra poética, En el viento, hacia el mar, por la que Julia Uceda recibió el Premio Nacional de Poesía de 2003. Este volumen fundamental, que descubrió a muchos lectores a una de las grandes poetas vivas, había contribuido de forma decisiva a la difusión de su voz única, y queríamos que ella llegara a ver la nueva edición actualizada –veinte años después– con la inclusión de los tres espléndidos libros que escribió a partir de esa fecha. Aunque mermada por la edad, Julia estaba ese día especialmente lúcida, muy elegante y nerviosa como una muchacha. En sus últimos años la viudedad, sumada a los estragos del tiempo, la tenían sumida en un estado de melancolía, pero supo disfrutar de ese homenaje que era en cierto modo una despedida.
Suele decirse con razón que la obra de los poetas andaluces del medio siglo, muchos y muy valiosos, no ha sido, salvo excepciones, tan valorada como la de sus coetáneos de otras comunidades, pero hay que matizar que la de Julia Uceda, no sólo por la lejanía física, discurrió al margen de la tradición del Mediodía. De hecho su poesía, excepto la de juventud, muy marcada por los tonos existenciales de esos años, no se parece a la de nadie y puede definirse sin necesidad de criterios geográficos o generacionales como una de las aventuras más singulares de la segunda mitad del siglo XX, precisando que algunos de sus títulos más ambiciosos los escribió ya en el XXI. Se constata en los diez libros que publicó –desde Mariposa en cenizas (1959) hasta Escritos en la corteza de los árboles (2013)– una natural evolución, pero es asimismo apreciable, ya antes de que se forjara del todo su decir característico, denso, riguroso, en ocasiones áspero, una continuidad representada por temas recurrentes que cabe cifrar en una palabra clave, extrañeza, esencial en su vocabulario. Extrañeza del sujeto poético respecto de su propia identidad, también respecto de la sociedad, el mundo o el tiempo que habitaba y, por último –de forma cada vez más acusada, hasta constituirse en el verdadero núcleo de su obra más reciente–, respecto del lenguaje cuyas limitaciones no pueden expresar por completo las vivencias o las percepciones que pertenecen al terreno de lo indecible.
La “mirada interior” de Julia Uceda, como la ha llamado Cortines, aparece con frecuencia ligada a planteamientos metafísicos o irracionalistas, en una poesía a veces hermética y siempre apegada a los sueños, pero la autora tampoco se olvida de la historia –en consonancia con un fondo moral que resaltó otro de sus antiguos alumnos, Miguel García-Posada– y de hecho le debemos algunos de los mejores poemas civiles que recordamos, a propósito del “largo invierno” de España o de Normandía, Hiroshima, la Shoah, Irak o Casas Viejas, en versos que rehúyen la obviedad para denunciar la hipocresía, la injusticia y los horrores de nuestro tiempo. El enigma, omnipresente, se esconde no sólo en los sueños, sino también en la realidad cotidiana –lo natural es o puede ser misterioso– y se presenta en forma de vislumbres que muestran los “signos de un idioma remoto” ante el que la poeta, desplazada o desdoblada, se siente extranjera. En este imposible viaje a los orígenes reconocemos el centro del imaginario de Julia Uceda, ya expreso en Viejas voces secretas de la noche y asediado en muchos otros momentos de una obra que nos conduce a una dimensión ignota –una zona desconocida– de la que extrajo fragmentos e impresiones reveladoras.
La poesía de Julia Uceda se mueve entre las “sombras ancestrales” para hallar ecos de un pasado casi impensable, que requiere ser enunciado pero no se puede expresar con palabras. El lenguaje o la necesidad de comunicación apuntan, de este modo, al corazón de una poética que explora –la indagación, la búsqueda a través de caminos no hollados es lo que mejor puede definirla– regiones intransitivas y sugiere que los contornos de lo que llamamos realidad, aunque puedan ser minuciosamente descritos, no están tan delimitados ni son tan precisos como podría parecer a primera vista. La experiencia humana no se reduce a una vida y una parte importante de aquella, intuida a través de la pervivencia de lo primigenio, pertenece al vasto territorio de lo inefable. “Hay un mundo —leemos en Cuadros de interior—, un espacio, no sé si un tiempo, fuera del tiempo, del espacio, tal vez del mundo”, y fue ese mundo fuera del mundo el objeto de la permanente inquisición de la poeta. Desde su extraña juventud, Julia Uceda tuvo la sensación de hallarse en otro sitio, de nutrirse de vagas reminiscencias, de recibir señales que le permitían retrotraerse muy atrás, no ya antes del nacimiento sino hasta edades de las que no ha quedado memoria. Pocos poetas de cualquier época se han asomado a ese entonces inconcebible de una manera tan sugerente y conmovedora.
En lo personal, Julia fue una mujer muy poco complaciente y de acusada mirada crítica, es decir verdaderamente comprometida, dotada de profundas convicciones humanistas y de una admirable curiosidad intelectual que se reflejaba en su rara familiaridad con otras culturas y tradiciones. Su frágil apariencia de los últimos años contrastaba con la firmeza de un ideario ético y estético asumido desde la independencia, propia de un temperamento vocacionalmente excéntrico, bienhumorado y entrañable en la cercanía. El impresionante haya que dio título a uno de sus últimos libros y tenía en el jardín de su casa de Serantes, con sus múltiples troncos en forma de nao, figura en el frontal de su Poesía completa y es la viva imagen de una obra destinada a perdurar en el tiempo.
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