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Una verdad discreta

Heredero de la literatura inglesa, Ortiz fue el continuador de la grave prosa cernudiana Consideraba la tradición una fuente de novedad incesante

Manuel Gregorio González

30 de enero 2014 - 01:00

LLEGADA la hora de su muerte, cumple glosar y ponderar la obra de Fernando Ortiz; una obra, la poética, de indudable raíz cernudiana, en la que resuena, como en ánfora nueva, la alta y estremecida voz de Bécquer. No obstante, y a pesar de los méritos más evidentes, uno querría hablar de su articulismo, menos celebrado que su poesía; y dentro de su articulismo, de aquella manera suya, entre británica y senequista, de acercarse a la actualidad política o al agua, más hospitalaria, de los clásicos. De su articulismo político, a veces de una llamativa crudeza, uno recuerda El elefante en la cacharrería, donde concluye que la diferencia entre la poesía de Jorge Manrique y los discursos políticos está en la presencia o en la ausencia de verdad. Así, la inmortalidad de aquél radica en la verdad viva y perdurable de sus coplas; por contra, la vertiginosa caducidad del decir político reside en una suerte de impoética. Vale decir, en una voluntaria ausencia de verdades. Sus artículos mejores, sin embargo, son aquellos que dedicó a la escritura. Y de entre ellos, destaco uno que dedicó a Cernuda, titulado Qué poco sabemos sobre este muchacho.

Ahí, en ese soberbio artículo, descubrimos a un Cernuda tímido, ceremonioso y pulcro, que se afeitaba dos veces al día, que se cortaba el pelo él mismo, y cuyo calzado, que imaginamos con un profundo brillo, era invariablemente inglés. Ese Cernuda de Fernando Ortiz le envía cartas de gratitud, de distinguido afecto, a Vicente Núñez, y le arregla el cabello, con insólita pericia, a Concha de Albornoz. No obstante, no es esa atención a un Cernuda doméstico y secreto lo que hace de este artículo una pieza memorable. Cualquier lector cultivado sabe de las valiosas páginas, páginas de un rigor, de una precisión y una inteligencia infrecuentes, que Fernando Ortiz dedicó al poeta sevillano. Y tampoco ignora el que quizá sea su más celebrado ensayo: La estirpe de Bécquer. A esa estirpe ha pertenecido, por derecho propio, Fernando Ortiz. También Javier Salvago, Francisco Brines o su admirado Gil de Biedma. La valía de ese artículo, y la de tantos otros, viene de una precisa mezcla de magnitudes, en apariencia, disímiles e inconexas: la emoción y el rigor. O más exactamente, la emoción, el temblor poético, como una exudación natural, nacida de una minuciosa contención literaria. En esto, como ya he dicho, Fernando Ortiz fue un heredero de la literatura inglesa. En esto, de igual modo, Fernando Ortiz es el continuador de la grave prosa cernudiana.

No es el menor de los misterios que una emoción brote, en cierto modo, de la oquedad que la circunda y que la omite. Su eficacia, en cualquier caso, reside en ese decir oblicuo, medido, respetuoso con los hechos, del que luego nace la figura intacta de un hombre, de un poeta. Esa verdad discreta, no dicha, sólo insinuada, es la que le permitió a Fernando Ortiz escribir páginas admirables, no sólo sobre Cernuda, Gil de Biedma, Gil-Albert, Borges, Vicente Núñez, Aquilino Duque, González-Ruano, etcétera. También sobre la ciudad del sur, heredera de Ocnos y la ciudad de la gracia de Murube. En Ortiz hay, pues, una cierta civilidad romana, que sin embargo viene agravada, romantizada, por la huella aromática y el agua clausurada de los árabes. Hay, en suma, un amor constante y deliberado a la tradición, considerado como fuente de novedad incesante.

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