Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Con la habitual elegancia, su proverbial discreción y la insobornable pulsión creativa que caracterizó la totalidad de su larga e influyente carrera, David Bowie, uno de esos nombres verdaderamente capitales de la historia de la música pop, ha muerto en Nueva York a los 69 años de edad víctima de un cáncer contra el que batalló durante los últimos 18 meses.
La noticia congelaba la mañana del lunes el ánimo de millones de melómanos en todo el mundo, aún esperanzados en que no se tratara más que de un rumor, otro de esos falsos decesos que se expanden por internet y luego resultan ser fruto de un macabro sentido del humor. Pero, no... La cuenta oficial del cantante en Facebook despejaba las dudas: "David Bowie murió hoy apaciblemente rodeado de su familia tras 18 meses de valiente batalla contra el cáncer". Minutos después, el cineasta Duncan Jones, hijo de Bowie, confirmaba la noticia a la BBC.
La incredulidad, primero, y el impacto emocional, después, están de sobra justificados. Bowie había publicado su último disco, el fenomenal Blackstar, el vigésimo sexto en estudio de su carrera, el pasado viernes 8. Hoy se entiende que la gestación del álbum no sólo estuvo marcada por la certeza de una muerte más o menos inminente, sino que éste es en sí mismo un artefacto de despedida, un crepuscular acto de creación con el que el músico abandonaba el mundo sin ceder ante la desesperanza, haciendo justo eso que lo convirtió en una referencia cultural capital: música.
Y el impacto, claro... La extensa e influyente discografía de David Robert Jones (Brixton, Londres, 1947) atraviesa y cala en todas y cada una de las generaciones sucedidas, al menos, desde la edición de su segundo álbum, Space Oddity (1969), el contenedor de aquella inolvidable canción homónima. A partir de ahí, Bowie estaría siempre con nosotros, innovando o readaptándose a las sucesivas olas, corrientes y estilos con un pasmoso talento y una inspiración a prueba de décadas.
Los jóvenes de los 70 descubrieron al andrógino cantante que mutó desde un hippismo bucólico hasta la festiva y liberadora celebración del glam-rock, pero aportándole a éste un grado de sofisticación único y personal que lo distanciaba definitivamente de la facción meramente gamberra del movimiento. Ahí están, para corroborarlo, obras mayúsculas e intemporales como The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972) o Aladdin Sane (1973), piezas magistrales, con la guitarra de su compinche Mick Ronson trazando incendiarias filigranas, que anticipan mucho de lo que luego llegará con el punk y, sobre todo, el post-punk.
Por supuesto, para cuando llegue, Bowie estará ya en otra cosa, reconvertido en soulman espacial (Young Americans, 1975), explorando las posibilidades del pop sintético (Station To Station, 1976) o redefiniendo junto a Brian Eno, ese otro genio, el proceso de creación en el estudio de grabación con su celebrada trilogía berlinesa: Low y Heroes (ambos de 1977) y Lodger (1979).
¿Y qué me dice de los 80? Scary Monster, con flamante producción de Tony Visconti, inaugura la década dejando constancia, una vez más, no sólo de esa innata capacidad de nuestro hombre para leer la actualidad y los cambios que ésta conlleva, sino, sobre todo, para hacerlo conectando con su audiencia, convirtiendo en clásicos inmediatos canciones como Ashes To Ashes (menudo videoclip...) o Fashion. En esa órbita es donde hay que buscar su último e indiscutible éxito comercial masivo, un pluscuamperfecto Let's Dance (1983) producido por Nile Rodgers, de Chic. En términos mercantiles, será siempre un corredor de fondo, pero no repetirá ya nunca una proeza de ventas similar con un nuevo trabajo.
A esas alturas, francamente, da un poco igual. Mientras su catálogo experimenta una reedición permanente, Bowie prosigue ajeno a las presiones. Incluso se permite la jugada de renunciar al propio nombre para sentirse parte de una banda de rock, Tin Machine, con la que publica dos discos de estudio y un directo entre 1989 y 1991. La repercusión del proyecto es relativamente escasa, pero, paradójicamente, esa vuelta a las guitarras le sirve para rejuvenecer en actitud y en sonido.
En términos creativos, la de los 90 será quizás su década más floja, aunque mantiene la llama y la atención con testimoniales pruebas de su persistencia (Earthling, 1997). Heathen (2002) y Reality (2003) parecen augurar en principio una nueva reinvención, pero tras el segundo se hace el silencio y desaparece del mapa durante diez años. ¿Problemas de salud? Las especulaciones se suceden ya entonces, aunque el final aún queda lejos.
The Next Day (2013) y el doble recopilatorio de inéditos y rarezas Nothing Has Changed (2014) nos lo devuelven en sorprendente buena forma. Queda claro que no es el David Bowie de la(s) época(s) dorada(s), aunque sigue haciendo gala, con dignidad y credibilidad, de libertad e independencia creativa. Cuando a finales de noviembre del pasado año se anunciaba el inminente lanzamiento de Blackstar, nadie aventuraba el desenlace de esta historia ni la íntima ilación del álbum con la enfermedad que aquejaba al músico.
"Siempre hizo lo que quería hacer. Y lo quería hacer a su manera y lo quería hacer de la mejor manera. Su muerte no ha sido distinta de su vida: una obra de arte", afirmaba este aciago lunes el productor Tony Visconti, definiendo el álbum como "su regalo de despedida". Un gran presente, en cualquier caso. En una última e imprevisible pirueta, Bowie, que ya había coqueteado con músicos de jazz en algunas de las canciones de Nothing Has Changed, reclutaba un plantel de solventes instrumentistas del género para pergeñar un álbum tan breve como intenso. No es de ninguna manera un disco de jazz, equívoco que los medios han reiterado durante los últimos días con la pereza habitual, sino un disco con músicos de jazz. Cambia la sonoridad; permanece ese Bowie siempre reconocible pese a las continuas mutaciones.
Dos de sus siete canciones ya eran conocidas -'Tis a Pity She Was a Whore, parafraseando al dramaturgo británico del XVII John Ford, y Sue (Or In a season of Crime), aparecían de hecho en el mencionado Nothing Has Changed, aunque en versiones diferentes-; el resto cobra un nuevo sentido a la luz de los acontecimientos, como ese Lazarus que ahora pudiera recordarnos que muere el hombre, pero que el músico resucitará cada vez que alguien descubra y disfrute de una de las trayectoria más ricas y fascinantes de la música durante los últimos cincuenta años. Con elegancia, con discreción, con inspiración, también sabemos ahora que David Bowie planeó un último golpe maestro que acrecienta, si cabe, su imponente leyenda.
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