Marina Heredia en concierto | Crítica
Una cantaora brillante
ARCHIPIÉLAGOS. Abilio Estévez. Tusquets. Barcelona, 2015. 464 páginas. 20 euros.
En el frío estado de Vermont, casi en Canadá ya, en uno de esos crudos inviernos que en parte parecen existir para engrandecer la existencia de habitaciones calentadas por el fuego, un anciano de edad imprecisa -puede que unos 80, tal vez 90- se entrega al recuerdo de sus días de infancia y juventud en la Cuba tórrida y convulsa de los años 30. Y en su "reflexión sobre el presente buscando en el pasado", como dice Abilio Estévez (La Habana, 1954), ese hombre que es al mismo tiempo el álter ego y la proyección de la vejez real con la que el escritor sueña, hallará, tras multitud de desvíos, una posible explicación de la "cerrazón histórica" que padecen los habitantes de la isla. "Y también una explicación de mí mismo", reconoce Estévez, al que, tras la muerte de Guillermo Cabrera Infante hace una década, muchos consideran la voz más importante de la literatura hecha en (o surgida de) Cuba.
"Siempre he abordado diversos momentos de la historia cubana, es mi mundo, mi vida, lo que me ha conformado, de lo que siempre he escrito y de lo que siempre escribiré", explica el autor, que vive desde hace años en Barcelona y forma parte de esa numerosísima familia que es la literatura cubana en el exilio, y que visitó recientemente Sevilla invitado por el ciclo Letras capitales del Centro Andaluz de las Letras. "En esta ocasión me he detenido en lo que a mí me parece que fue, por decirlo así, el último brillo de rebeldía del pueblo cubano", explica el autor sobre su última novela, Archipiélagos, publicada en España como prácticamente toda su obra por la editorial Tusquets.
Ese "último brillo de rebeldía" del pueblo cubano ocurrió, para Estévez, en los años 30 del pasado siglo. Concretamente en agosto de 1933, durante la conocida como Revolución del Treinta que culminó con la caída del dictador Gerardo Machado. Al escritor ese momento le parece crucial porque el régimen de aquel general despótico y feroz, representante incansable de los intereses de una oligarquía ajena a la miseria insoportable de la gran parte de la población, fue "como una culminación de todos los males" que ha padecido la Cuba de la edad moderna. "Y cuando cayó Gerardo Machado pareció que esos males empezaban por fin a aliviarse, pero no, simplemente quedaron como en suspenso porque de hecho a partir del 59 [el año en que Fidel Castro llegó al poder] se agravaron".
Ese es el trasfondo histórico de la historia, que no es la primera novela política de Estévez, pues en obras como Tuyo es el reino (1997) ya escribió sobre esa dimensión de la vida, si bien de un modo mucho más abstracto, con un tratamiento alegórico; un filtro que también se apreciaba, menos simbólicamente aunque con un intenso tono onírico, en obras posteriores como El navegante dormido (2008), donde se ocupó también del anhelo de tantos cubanos desesperados de huir a la Tierra Prometida que se encuentra al norte de la isla. Pero la política es sólo el trasfondo de esta última novela, pues Archipiélagos es, por encima de todo, un retablo humano, una galería de personajes, un minucioso lienzo en el que las historias íntimas y particulares de personas que sufren la Historia en mayúsculas acaban conformando un fresco de aquella Cuba de los años 30, y por lo tanto también es "una novela de aventuras, una novela histórica y una novela de formación", además de una novela política.
En su regreso a aquellos días, José Isabel, el narrador en el helado refugio estadounidense de Vermont, evocará a un boxeador retirado y un viejo y misterioso anarquista, a la cantante Penumbra y el guitarrista Lince, entre muchos otros personajes que se agolpan en su memoria, todos ellos conectados de una manera u otra con un hecho traumático que vivió en aquel remoto año 1933: el asesinato de un joven en un pantano de las afueras de La Habana de la que él, el narrador, fue testigo accidental. "Es como una novela negra, pero al revés: se parte de un asesinato y luego todo se va desdibujando. Quería que hubiera un misterio, pero no para desvelarlo, sino para instaurarlo; que durante la lectura, en este aspecto, el lector se sienta desorientado, como yo mismo... como todos en la vida, ¿no? Un poco como Rashomon...", explica Estévez citando el relato de Ryunosuke Akutagawa (y la adaptación cinematográfica de Akira Kurosawa), donde un mismo hecho -una extraña muerte en un recodo en el bosque- se va fragmentando hasta conformar un caleidoscopio de puntos de vistas diferentes.
"En cuanto a los personajes", retoma el autor, "algunos existieron, era gente de la que me hablaba mi madre, y a otros los conocí yo mismo, los he sacado de mi propia vida. Y desde luego el narrador, José Isabel, que se llama así porque así se llamaba uno de los amigos de infancia más queridos de mi madre, es el que hace las cosas que a mí me gustaría hacer, el que planea los viajes que a mí me gustaría hacer, el que vive en Vermont, que es donde a mí me gustaría morir, el que necesita la literatura para vivir, el que tiene más de mí, en definitiva".
Por lo demás, Abilio Estévez sabe del enorme respeto que su obra merece entre críticos y estudiosos, pero también que sus novelas anteriores "no han tenido lectores en abundancia". "En ésta he hecho un esfuerzo para que lo que yo estoy contando llegue con el mismo gozo al lector que yo experimento al escribir. Antes quizás escribía más para mí mismo, eso es cierto, y por eso he procurado que en esta novela la lectura resulte más... fácil, aunque seguramente no sea esa la palabra más adecuada".
También te puede interesar
Marina Heredia en concierto | Crítica
Una cantaora brillante
Borgo | Crítica
Una mujer en Córcega
Raqa | Crítica
Herrero contra el ISIS (y contra el cine)
Lo último