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CUARTETO ISBILYA | CRÍTICA

El Cuarteto Isbilya interpreta a Turina en el Espacio Turina. / Luis Ollero

La ficha

Ruta Turina. Programa: ‘Scènes d’enfants’ op. 29; Capricho para cuarteto op. 4; Cuarteto nº 2 op. 7 en La bemol mayor; 'Jueves Santo a medianoche', op. 2: 'Zambra' y 'Danza de la Seducción' op. 55; Cuarteto con piano nº 2 en La menor op. 67, de Joaquín Turina. Intérpretes: Miguel García, violín; Daniel Ortiz, viola; Leonel Contreras, violonchelo; José Mª Perejón, piano. Lugar: Espacio Turina. Fecha: Martes, 26 de noviembre. Aforo: Un tercio

Joaquín Turina siempre guardó un cariñoso y agradecido recuerdo de su maestro de música en sus años sevillanos, Evaristo García Torres, maestro de la capilla de la catedral hispalense. Aunque su música esté impregnada de un italianismo sencilo e ingenuo, no exento de encanto, García Torres sí que debió ser un sólido profesor de técnica compositiva, a la vista de las obras de juventud sevillana que formaron la primera parte de este interesante concierto. Entre las clases del maestro de capilla y el conocimiento de la música europea romántica que pudo adquirir en Sevilla (en los conciertos y en las partituras que vendía Piazza en su tienda-salón), estas obras primerizas arrojan un evidente perfume francés, especialmente las Scènes d’enfants, en las que se aprecia una notable inspiración melódica a la vez que una evidente carencia en materia de estructuración formal, algo que solventaría ya en los años parisinos.

El joven Cuarteto Isbilya abordó estas obras de juventud con notoria calidad de sonido conjunto, notándose un serio trabajo para unificar articulación y sonido. Salvo algún desvío de afinación en el violín, el concierto discurrió por la senda de las tonalidades tornasoladas de las cuerdas y la brillantez y precisión del piano. Estuvieron muy atentos al fraseo, rico en acentuaciones y reguladores dinámicos (especialmente en el primer tiempo del Cuarteto op. 67), sin dejarse llevar por excesos expresivos. A destacar el control de los abundantes pasajes en armónicos del chelo (sobre todo en Jueves Santo a medianoche) y la rica paleta de colores utilizada para las piezas de madurez, especialmente en el primer tiempo del Cuarteto op. 67, en el que sobresalió igualmente el control de los ritmos cambiantes.

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