El trigo, la vid, el fuego

Una cena en Roma | Crítica

Siruela publica Una cena en Roma, obra del crítico gastronómico Andreas Viestad, en la que analiza la profunda huella de la Antigüedad que esconde la cocina contemporánea

El escritor y gastrónomo Andreas Viestad. Oslo, 1973
El escritor y gastrónomo Andreas Viestad. Oslo, 1973
Manuel Gregorio González

29 de diciembre 2024 - 06:00

La ficha

Una cena en Roma. Andreas Viestad. Trad. Virginia Maza. Siruela. Madrid, 2024. 208 págs. 21,95 €

El escritor Andreas Viestad ha llamado correctamente “arqueología culinaria” al breve ejercicio memorístico que practica en las páginas de Una cena en Roma. A partir del menú de La Carbonara, restaurante situado en el romano Campo de' Fiori, el escritor noruego emprende, de modo práctico y sumario, una colosal empresa: la empresa de traer a la actualidad, mediante los ingredientes y procesos que intervienen en una cena, la historia de la humanidad, desde su albor errante a las sofisticadas formas de sedentarismo -y de domesticidad animal- en la que hoy nos hallamos incursos. Esta arqueología culinaria implica, sin embargo, no solo la historia concreta de algunos alimentos, sino las radicales implicaciones civilizatorias que tuvo su hallazgo, su consecución, o su mera existencia. Recordemos, a tal respecto, el viejo estudio de Jacob, citado por Viestad, cuyo título es, en sí mismo, suficientemente expresivo: Seis mil años de pan.

Viestad recuerda la importancia del cultivo del limón en el nacimiento y la conformación de la mafia

Títulos como el de Jacob, o el estupendo La cocina y los alimentos de Harold McGee, recogen de modo mucho más extenso las cuestiones tratadas aquí por Viestad. Cuestiones que no pretenden conformar una historia de la gastronomía (recomiendo aquí, por sus calidades literarias y por su excelente información, no exenta de fantasía, la Historia de la gastronomía de Nestor Luján), pero sí un recorrido inverso -una arqueología-, que nos conduce a hechos fundamentales en la configuración del mundo. De ahí la aparente sencillez de los capítulos tratados: Pan, Antipasto, Aceite, Sal, Pasta, Pimienta, Vino, Carne, Fuego, Limón. Empezando por este último, Viestad recuerda la importancia del cultivo de dicha fruta tuvo en Sicilia. Y en concreto, en el nacimiento y la conformación de la mafia, del siglo XIX en adelante. Algo tan sencillo como un sorbete de limón (hemos comenzado por los postres), implicará, por tanto, una pequeña historia de la refrigeración y el hielo. Por iguales motivos, un sucinto comentario a la historia del pan, antes de que empiecen a llegar las antipasti, deberá llevarnos a Egipto, a Oriente medio, al Mediterráneo meridional; y en suma, al nacimiento y la difusión del Imperio romano. Sin el cultivo de trigo, sin su distribución y acopio por todos los dominios de la antigua Roma, no hubiera sido posible el mantenimiento de estructuras tan vastas como la República y el Imperio. Lo cual es igualmente aplicable a la sal, al aceite y al vino.

En el caso del vino entran, como es obvio, elementos antropológicos de inusitada profundidad, como es la cuestión de la embriaguez y sus misterios arcanos. Según señala Viestad, fue en la proximidad del monte Ararat –lugar en el que Noé, temprano aficionado al vino, atracó su Arca-, donde se dieron las primeras viñas de la historia. En cuanto a la sal y el aceite, nos hallamos ante una extensa estructura fiscal (el impuesto a la sal), y ante una distinción cultural que aún hoy separa la cocina meridional de la gastronomía nórdica: la cocina cuya base es el aceite (el monte Testaccio de Roma está formado por millones de vasijas de barro, cuyo contenido era el aceite llegado, por ejemplo, de Hispania); de la cocina fundamentada en la mantequilla. Una frontera alimentaria que coincide, grosso modo, con la demarcación establecida en el XVI por la Protesta. La historia de la pimienta es la historia plurisecular, los numerosos caminos de la especiería, llegados desde Oriente. Con un inesperado hallazgo: aquel que propició Colón, cuando partió hacia poniente en busca de las Indias.

Dos de las fuentes primordiales con que cuenta la cocina antigua de Roma son tanto el De re coquinaria de Marco Apicio, donde se recogen un conjunto de recetas de la antigüedad, como su testimonio gráfico, que se revelaría al mundo con las excavaciones de Herculano (1738) y Pompeya (1748), promovidas por Carlos VII de Nápoles (el futuro Carlos III de España), que permitieron a la Europa ilustrada acceder a la totalidad del mundo antiguo, a través, principalmente, de sus pinturas al fresco. Es ahí donde podemos ver, por obra de sus numerosos bodegones, cuáles fueron los alimentos comunes a aquella hora del mundo. En cuanto al fuego, recuerda Viestad irónicamente, no lejos de la estatua dedicada a Giordano Bruno, se trata de la forma civilizatoria incial, en torno a la cual se forjará el homínido, en antiquísima y fructífera evolución carnívora.

El pan resucitado

El 7 de octubre de 1748, en las recientes excavaciones de Pompeya, aparece un pan carbonizado que se conservaba intacto desde hacía diecisiete siglos, y que será llevado de inmediato a presencia de Carlos VII y María Amalia de Sajonia, reyes de Nápoles. Por otra parte, en los centenares de frescos que se descubren en las paredes de Herculano, Pompeya y Estabia, se hallaría consignado un completo muestrario de los frutos del mar y de la tierra que las clase patricia consumía a finales del siglo I d. C. Es ahí donde se tendrá acceso visual, por primera vez en la historia, con muy escasas excepciones, a la vida y la cocina antiguas, de la que solo sabíamos por testimonios literarios como el ya mencionado De re coquinaria o el Satiricón de Petronio (asunto aparte serán las tabillas sumerias que nos revelarían, mucho después, un mundo aún más antiguo). A partir de ahí, resultará fácil imaginar cuanto se refiere, por ejemplo, en Apicio, cuya fórmula del garum, compuesto por vísceras de caballa y otros pescados, sigue siendo tan ambigua como poco apetecible para el paladar moderno. Es la naturaleza escenificada por el arte y la gula de la romanidad lo que se daría a conocer por todo el orbe dieciochesco en los ocho tomos, bellamente ilustrados, de Le Antichità di Ercolano Esposte, obra mayor de la erudición italiana, instigada por el monarca napolitano.

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