Alhambra Monkey Week
La cultura silenciada
Bienal de Flamenco 2024
Con la inspiración como única guía, Rosario La Tremendita ha elegido el delirio de vivir libre dentro del mundo del flamenco. Libre de pasearse por su entorno e incluso de salirse más allá de cualquier límite. Hace unos días le escuché decir a Luis Ybarra, director de La Bienal, refiriéndose a su manera de entender el flamenco, que ella tiene esa fórmula de raíces y alas que lleva la tradición a otro sitio completamente nuevo y diferente. Estaba citando un poema de las Eternidades de Juan Ramón Jiménez: Mis pies ¡qué hondos en la tierra! Mis alas ¡qué altas en el cielo!, de manera absolutamente justificada porque en Rosario las alas han arraigado y hacen volar las raíces a continuas metamorfosis. Y de una de ellas fuimos testigos el centenar y medio de espectadores que nos reunimos ayer ante el escenario que daba la espalda a las chimeneas del CAAC para presenciar la primera de las dos interpretaciones, una a las nueve y otra a las once, de Matancera, un espectáculo visceral. Las matanceras son las señoras que durante las matanzas remueven la sangre para hacer las morcillas y los chorizos, igual que hicieron La Tremendita y La Kaíta, que removieron la sangre para proyectar la voz y emocionarnos en su comunicación con nosotros. Removieron su sangre y la nuestra, la de quienes las teníamos enfrente, haciéndolo de una forma inconsciente e intuitiva, porque es así como ellas tratan el cante; que no solo nos lo hicieron llegar con la voz, sino también con las emociones, las sensaciones, el impacto visual, el propio espacio escénico, los movimientos, el vestuario; un sueño que La Tremendita tenía desde muy joven, por fin convertido en realidad.
Y también fue una noche intergeneracional. El año en que nacía Rosario, 1984, la Kaíta cantaba junto a Pata Negra en su disco de Rock gitano aquella canción de Badajoz con el ovi, ova, que cada día te quiero más, de donde sacaron su Djobi djoba, los Gispy Kings. Pero las dos se tenían que encontrar en el camino porque comparten una forma muy similar de expresión, de intuición, de salvajismo. María de los Ángeles Salazar Saavedra, La Kaíta, es una figura muy conocida por los flamencos, aunque nunca ha estado bajo el foco mediático; no es el suyo un repertorio muy amplio, pero lo interpreta con una enorme capacidad expresiva. Al contrario que La Tremendita y los cantaores de esta generación, ella no procesa el cante en su mente, ella lo dispara; se arriesga, se arroja a nuestros brazos. Por eso ayer podía pasar cualquier cosa. Y lo que pasó lo disfrutamos varias veces durante el desarrollo de Matancera, que comenzó con La Tremendita por malagueñas que recordaban a La Rubia de Málaga, con el bajo no solo para acompañarse, como es habitual, sino haciendo falsetas, con tratamiento de solista, dándole el valor al espacio y al silencio como si estuviese con su bajo junto a Bill Evans haciendo el Gary’s Theme en el Altozano, para rematar con cuatro versos muy reivindicativos -Donde habita la ignorancia- repetidos dos veces, con olor a los cantes de Levante de Montoya.
Siguió combinando el sonido del bajo en diferentes texturas con la batería de Daniel Suárez, con muchísimo groove, para meterse en un diálogo de tangos con La Kaíta, que apareciendo por la derecha del escenario entre el humo de la máquina llegó dándole con la voz en las cabezas, trayéndose a su terreno extremeño una taranta almeriense de Camarón para después alinearse de forma más canónica -si con ella se puede emplear esa palabra- con los tangos de Triana de La Tremendita recordando ella los tangos extremeños de Ramón el Portugués. Ese fue el primero de los cuatro bloques en los que se divide esta performance, que, en realidad, así habría que llamarla, seguido por otro que empezó La Tremendita con un martinete de Manolo Caracol acompañada por la base electrónica, planeadora, que lanzaba Suarez desde la consola que tenía al lado de la batería. La Kaíta siguió por jaleos extremeños para que La Tremendita iniciase otro diálogo, esta vez de fandangos abandolaos con uno que tiene grabado, precisamente, su compañera de esta noche, Pájaro negro. Una y otra, morenas y gitanas, como dice la letra, tras este construyeron otro diálogo más, pasional, intenso, vehemente, acompañadas solo del ritmo de la batería, en el que a las bulerías por soleá de Rosario asomaban aires conocidos, Antonio Mairena, Tomás Pavón, Ramón de Cádiz, y a las de La Kaíta… a las de La Kaíta bastante tenía con desclavármelas de la asaura para ponerme a pensar en analizarlas.
El tercer bloque fue muy interesante. Matancera en realidad es un viaje por el cante muy tradicional. El cante siempre presente; con texturas muy alejadas del flamenco, pero tocadas y cantadas por tres flamencos: Suárez, un gitano flamenco, familia de La Kaíta, con batería, ordenador, sintetizador y disparando bases y beats compuestos por él mismo y por Rosario; La Kaíta, una gitana de la Plaza Alta de Badajoz que tiene el cante integradísimo, y La Tremendita, libre dentro de las reglas, que su lenguaje natural es el flamenco aunque lo exprese con un bajo eléctrico y varios pedales de efectos. La guitarra flamenca solo apareció una vez, aunque tratada y con sonido algo distorsionado, y fue en este tercer bloque, con Rosario acompañando un cante que, por añadidura, ni siquiera existía hasta ahora, una chufliya de Triana, basada en la farruca, a la que La Tremendita le ha dado una vuelta de tuerca para llevársela a su barrio trianero. Un cante inédito, porque aunque las chufliyas de Una casita chiquita ya las grabase Juanito Valderrama, ella lo ha convertido en otra cosa, como hicieron, salvando todas las distancias que ustedes crean conveniente, El Lebrijano cuando inventó las galeras partiendo del romance y la nana, o La Niña de los Peines, que decidió meter la canción andaluza y los cuplés por bulerías y le salió bordao. Nuevas formas de creatividad para contrarrestar la falta de ella que muchos achacan al flamenco, diciendo que es un género en el que ya está todo hecho. Una vez leí a alguien que si Nick Cave cantase flamenco sería algo similar a La Tremendita, y viéndola y escuchándola anoche estuve casi por darle la razón. Después tuvieron otro diálogo por fandangos que empezó dejándonos sin aliento La Kaíta, metiéndose por donde la llevaba el alma, sin saber cómo caminaba, a través de la Tierra de conquistadores de Porrinas, para que La Tremendita le contestase con unos tangos.
En el cuarto bloque latió emocionado el corazón que las cantaoras, Rosario de nuevo al bajo, y Suarez compartían entre sí y con la audiencia. Unos cantes que corroían tendencias, como los que llevábamos escuchados hasta ahora, necesitaban el desahogo que llegó con las rumbas por bulerías que nos acercaron al final, rompiendo así la fascinación del momento. Más que nunca se dejó sentir el salvajismo al que me referí antes por parte de Kaíta, porque con ritmos alegres, si La Tremendita se arrancaba, entre nonaino nainos, por los versos del poeta persa Hafez Shirazi: Tanta miel, tanta dulzura por mi verbo se derrama; recompensa a la amargura recibida es aquella dulce rama. La Kaíta le daba la réplica, entre lorairo lairos, de la manera más poliganera posible: Mi suegra me ha dicho puta porque voy a la discoteca. Y así se despidieron, en unos cincuenta minutos que se nos pasaron volando, para volver luego La Tremendita y de nuevo, con respaldo instrumental de bajo y batería, cantarnos una canción muy triste sobre amores pasajeros que hacen daño y por eso prefiere estar sola. Pero en un momento determinado, como queriendo sacarse de las entrañas el dolor de ese amor, lanzó un grito desaforado y la música se convirtió en una base house que invitaba a levantarnos y a bailar como si aquello fuese una rave en vez de un concierto de la Bienal flamenca.
Lo que primordialmente saltaba a la vista al llegar al recinto y al comenzar la función era la desnudez de solo tres personas en el escenario, sin apenas elementos aparentes para sacar adelante su propuesta, pero en realidad tenían a su disposición muchas herramientas y fórmulas que les proporcionaba el gran equipo, compuesto por otras catorce personas, que dirigía Verónica Morales y contaba con el fantástico iluminador Andreu Fábregas, y la experta forma de traducir sus ideas de Rafa Gómez; con una de las mejores diseñadoras de efectos visuales y fotográficos del país -que aquí veíamos sobre unas sábanas a modo de pantallas y sobre los ladrillos de la chimenea de detrás del escenario- como es Claudia Ihrek; con Manu Meñaca haciendo que todo sonase igual de bien como consiguió que lo hiciera Riqueni -presente aquí entre el público, por cierto- hace unos días; con el vestuario de Ana Roncero. Anoche vimos lo bien aprovechado que ha estado todo un año de trabajo para montar una obra que traspasa los límites de todos los géneros que la componen, que trasciende a las etiquetas y clasificaciones.
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