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Una odisea bajo las bombas
daniel ruiz garcía. escritor
-¿cómo entró en contacto con el ámbito del coaching empresarial que tan sardónicamente aparece retratado en la novela y por qué le apeteció escribir sobre ello?
-Pues por circunstancias profesionales. Podría decirse que he sufrido una sobreexposición a los gurús de la motivación. Cuando me acerqué un poco a ese fenómeno, arañé un poco y vi qué tipo de principios inculcan, me pareció una tomadura de pelo. Después me di cuenta de que podía transformar esa indignación en algo constructivo, y poco a poco en la novela se fue filtrando también mi preocupación por la devaluación de las condiciones de trabajo que se ha producido en los últimos años. Que curiosamente es un tema que ha tenido poco recorrido en la novela española hasta la fecha.
-¿Y a qué achaca usted esto?
-Existe esa consideración de la literatura social como algo de categoría inferior, propia de autores menores. Los escritores, hasta la fecha, han sido tal vez demasiado exquisitos, no han querido remangarse ni enfangarse en las cuestiones laborales porque seguramente no les parecía un tema lo bastante elevado. Contaba el lunes Almudena Grandes en la presentación del libro en Madrid que en los años 80 leyó un montón de novelas donde las mujeres siempre eran galeristas de arte... Y es verdad que el mundo laboral en las novelas siempre tenía ese punto de pretendida sofisticación que a veces devenía en extravagancia, porque a ver quién coño se puede ganar la vida como galerista de arte. Estos planteamientos no dejan de ser un modo de abordar de manera aséptica algo que en la realidad es irremediablemente conflictivo. En los últimos tiempos sí se ha escrito de forma diferente de esto, ahí están los casos de Marta Sanz, Isaac Rosa o Belén Gopegui.
-Se está destacando la dimensión de la novela de sátira feroz del mundo del coaching, que lo es, aunque no deja de formar parte de un marco mucho más amplio: los efectos demoledores de las condiciones de trabajo en las vidas de las personas...
-Claro, en la novela el coaching es a fin de cuentas un instrumento que sirve a un fin muy específico, que es la legitimación de las prácticas de depredación en el mundo ultracompetitivo del poscapitalismo. Es un tipo de manipulación muy sutil que no se basa ya en la coerción, sino en formas aparentemente más inocuas pero que calan y penetran en los empleados, que en nombre de la libertad y de conceptos muy bonitos son forzados a agachar más aún la cabeza. Así que el coaching es también el instrumento de una ideología. Por eso diría que el tema principal de la obra es el malestar, de ahí que todos los personajes vivan circunstancias de máxima tensión y crispación, algo que es cierto que es un poco marca de la casa ya.
-¿Por qué le interesa tanto poner a sus personajes literalmente al límite, en pleno colapso? Porque en efecto eso está presente no sólo en este último libro, sino en todos los suyos...
-En general me gustan las novelas donde hay tensión, para mí es un elemento esencial. Me interesan los dramas en gerundio, los dramas que están ocurriendo en el momento en que lees. Y en este caso además no era forzado porque en el modelo de la empresa moderna hay muchísimas personas en esa situación, al límite.
-Un personaje especialmente doloroso de la novela es el hijo de ese empleado que sufre acoso escolar. En otro ámbito, en otra etapa de la vida, impera igualmente la dinámica del fuerte apabullando al frágil. Serlo, ser frágil, es ya no sólo un problema personal, sino además un estigma, algo imperdonable...
-Sí, quise mostrar en la novela las formas de competitividad o los distintos campos de batalla a los que nos enfrentamos en todos los órdenes de la vida. El doméstico, incluso el afectivo, están ahí porque pueden convertirse en eso también. Pero el más obvio en la novela es el laboral, claro. La enorme presión que supone la exigencia de competitividad permanente, que obedece a la dialéctica del "perro come perro", viene ahora envuelta en el plano económico y empresarial en una retórica de la amabilidad, pero no por ello deja de ser una forma de violencia. En ese sentido me interesaba mucho también reflejar la manera en que el trabajo acaba confundiéndose cada vez más con la vida, hasta el punto de absorberla, hasta el punto de que lo laboral se convierte en el centro de todas nuestras inquietudes como individuos.
-¿Qué tal está sentando la novela entre los coachs?
-Es curioso esto, porque por la anterior [Todo está bien], en la que tanto me metía con los políticos, no hubo ni uno que me dijera nada, entre otras cosas, supongo, porque los políticos no leen, y sin embargo este libro, en el poco tiempo que lleva en la calle, ha suscitado reacciones muy polarizadas: gente que me dice que ya era hora de destapar la vergüenza del coaching y otros que se han sentido heridos. El tinglado es muy fácilmente desmontable, pero el caso es que a su servicio hay una industria grandísima que además, y no casualmente, está muy cerca de los núcleos de poder. Por no hablar del negocio extraordinario de los llamados libros de autoayuda. Sí, muchos se han revuelto pero es normal, sienten que se les está tocando el bolsillo.
-Da la impresión de que con Todo está bien abrió un ciclo distinto en su obra que continúa con La gran ola: ambas son novelas corales, con un tono y una construcción similares, y en ambas su estilo, sin haberse ausentado, ha ganado ligereza. ¿Ha sido un cambio consciente?
-Sí. Me apetecía escribir novelas así, que sin renunciar al estilo fueran más contundentes, más directas, más al grano. Las dos están sin duda hermanadas sobre todo por una inquietud, por eso el ambiente que se respira en ellas es idéntico. Y esa preocupación es básicamente la precariedad de la vida en estos días, las consecuencias de la crisis, que no es solamente económica sino también moral en el sentido más amplio.
-Reconocía en septiembre, cuando ganó el Premio Tusquets, que se agradecen de vez en cuando unas palmaditas en la espalda. ¿Llegó a perder la fe en algún momento, durante sus muchos años publicando en editoriales de escasa visibilidad?
-Hubo un momento, justo antes de escribir Todo está bien, en que pensé en dejarlo definitivamente. Sentía que ya no me compensaba, ni vitalmente ni en cualquier otro aspecto. Después de 20 años escribiendo, de tanto esfuerzo, el no encontrar cierto sosiego en una editorial, que ninguna apostara por mí o me diera al menos cierta proyección, dejarme dos años de mi vida para que luego me leyeran 50 personas... No sé si de verdad lo hubiera dejado, porque yo vivo la escritura como una especie de sacerdocio, es algo de lo que no puedo desprenderme, pero sí, se me pasó por la cabeza muchas veces.
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