La toma de conciencia de Sofia Petrovna
Lidia Chukóvskaia retrata la arbitrariedad y el horror de la Gran Purga en una novela sencilla y conmovedora.
Sofia Petrovna. Una ciudadana ejemplar. Lidia Chukóvskaia. Trad. Marta Rebón. Epílogo de Marta Rebón y Ferran Mateo. Errata Naturae. Madrid, 2014. 192 páginas. 17,50 euros.
Hay libros que, a su calidad literaria, suman otra virtud: la de ilustrar para los lectores del futuro, desde las vivencias individuales de un personaje, la crudeza y las injusticias de un tiempo. Sofia Petrovna. Una ciudadana ejemplar, que publica Errata Naturae, propone un excepcional testimonio de los horrores de la Gran Purga, la campaña de represión y descrédito con la que a finales de los años 30, en un clima de paranoia y desconfianza, Stalin se afianzaría en el poder enviando a campos de concentración o ejecutando a elementos saboteadores del orden, convirtiendo además en sospechosos y condenando a la marginalidad a los familiares de los detenidos, que difícilmente podían encontrar un trabajo dignamente remunerado después de aquel estigma.
Lidia Chukóvskaia (San Petersburgo, 1907-Moscú, 1996) escribiría este libro apenas unos años después de su dolorosa experiencia -su marido, el físico Matvéi Bronstein, fue arrestado en 1937 y ejecutado en 1938; la obra se redactó, en un cuaderno escolar y en la clandestinidad, en el invierno de 1939 y 1940-, pero sus páginas, pese a la inmediatez con que reflejan la barbarie de aquel periodo, son un ejercicio de contención donde no se detecta la rabia y donde brilla una prosa calmada y deliciosa, es éste un relato tan ameno como carente de subrayados. Es admirable esa templanza de Chukóvskaia, más interesada en registrar el desamparo y la pérdida de la fe de su personaje que en ajustar cuentas con un sistema inclemente, pero esa mesura se debe, tal vez, a que su autora encontró el consuelo a su desgracia en la escritura. "Me habría ahorcado si no hubiese volcado en el papel lo que viví", confesaría sobre un texto que no pudo publicarse en Rusia hasta medio siglo después de su creación y que ahora aparece por primera vez traducido al castellano. Y esa certeza de que la palabra es sanadora, esa extraña serenidad que respiran los pasajes de Sofia Petrovna, la falta de pretensiones y de consignas, alejan esta novela de ese tono exaltado de la denuncia en el que su artífice podría haber caído de manera justificada, y brindan un encuentro con la gran literatura, ésa que narra con sentimiento e inteligencia las transformaciones del alma humana.
Porque Sofia Petrovna es el viaje de una mujer, una viuda que trabaja como mecanógrafa en una importante editorial, desde una casi inquebrantable fe en el sistema en el que vive hasta que comprende, tras la detención de su hijo Kolia, un prometedor ingeniero, la despiadada arbitrariedad de un proceso en el que ella había creído. Poco tiempo antes, cuando el drama de los arrestos aún no le era cercano, Petrovna no discutía las informaciones que aparecían en los periódicos: "En todas partes se hablaba cada vez más de espías fascistas, terroristas, arrestos... Era increíble, aquellos canallas querían matar al querido Stalin. (...) Provocaban explosiones en las minas. Hacían descarrilar los trenes. (...) ...todas las personas honestas estaban indignadas. ¡En los trenes que hacían descarrilar los saboteadores podía haber niños pequeños! ¡Qué insensibles! ¡Monstruos!".
Petrovna es así una mujer ingenua que ama su entorno de una manera irreflexiva, que hasta la tragedia no se cuestionará los movimientos que se producen a su alrededor. A ella, se dice en algún momento del relato, "le agradaba la palabra patria. Al ver esta palabra, escrita en mayúsculas, la invadía una sensación dulce y sublime". Pero Chukóvskaia ofrece numerosos detalles que otorgan a Petrovna una personalidad propia más allá de los dogmas que defiende, como su desinterés por la literatura rusa del momento -"las novelas y los relatos soviéticos le parecían aburridos, pues hablaban mucho de batallas, de tractores, de talleres fabriles, y muy poco de amor"- o que sobrelleve con incomodidad el hecho de que tenga que compartir su vivienda con otras familias. Su hijo, un revolucionario convencido, intentará hacerle ver lo apropiado de ese reparto. "Pero, mamá, ¿es que era justo que Degtiarenko y sus hijos vivieran en un sótano y nosotros, en cambio, en un gran apartamento?", le preguntará un muchacho que sufrirá más tarde la despiadada maquinaria de delaciones y castigos puesta en marcha por el Partido y por su admirado Stalin.
Hasta el final de la narración, Petrovna atribuye lo que ha ocurrido con Kolia a un error que, vaticina, será pronto resuelto, y mirará con recelo a quienes la acompañan en las colas que guarda para saber de su hijo. "Le daban pena, claro, desde un punto de vista humano, sobre todo los niños, pero, con todo, cualquier persona honesta debía recordar que todas esas mujeres eran las esposas y las madres de envenenadores, espías y asesinos". En su camino se encontrará con familiares que ya han comprendido la verdad de lo que está sucediendo, como la abatida y cínica esposa del director de la editorial, que asume el destino aciago de todos y que protagoniza una de las escenas más impactantes del libro. Cuando Petrovna, perdida ya la esperanza, sepa que su hijo ha confesado los crímenes de los que se le acusa, presionado por el juez que se encarga de su caso, entenderá con estremecimiento que todo aquello que apoyó no era más que un terrible engaño. Chukóvskaia, que no veía a su personaje como "una heroína lírica", sino como un prototipo "de aquellos que creyeron seriamente en la sensatez y en la justicia de lo que ocurría", cierra este libro sobre la ferocidad de las mentiras oficiales con una escena sutil que conmueve en su austeridad: como si fuera su protagonista, que le reprocha constantemente a Álik, el mejor amigo de Kolia, que cuide su lenguaje, la escritora nunca pierde las formas y mantiene la elegancia a pesar del desgarro de su propia historia, del drama del millón y medio de víctimas -ajusticiadas o deportadas- que se cobró la Gran Purga, representadas en el rostro perplejo de esta mecanógrafa ingenua que acaba tomando conciencia de la realidad.
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