Dos miradas sobre la muerte

ROSS. Sagripanti. Gran Sinfónico 3 | Crítica

Un momento del final de la 4ª de Mahler
Un momento del final de la 4ª de Mahler / Juan Pedro Donaire

La ficha

REAL ORQUESTA SINFÓNICA DE SEVILLA

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Temporada 2024-25. Gran Sinfónico 3. Solista: Lucía Martín-Cartón, soprano. ROSS. Director: Giacomo Sagripanti.

Programa:

Benjamin Britten (1913-1976): Sinfonia da Requiem Op.20 [1940]

Gustav Mahler (1860-1911): Sinfonía nº4 en sol mayor [1902]

Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Jueves, 10 de octubre. Aforo: Media entrada. 

Desde el mismo arranque de la Sinfonía de Réquiem de Britten mostró Giacomo Sagripanti sus poderes: gesto amplio, de extraordinaria expresividad y absolutamente claro. Pero eso son sólo las maneras. Lo mollar está en los resultados que se consiguen con ellas, y también pudimos apreciarlos casi desde el principio, con ese primer tema de la cuerda grave en que violas, violonchelos y contrabajos cantaron con una perfecta distinción y claridad. El maestro italiano mostró un control exquisito de los planos sonoros, lo que se tradujo en texturas siempre límpidas, transparentes. Bastó escuchar toda esa Lacrymosa, de absoluta contención en las dinámicas, lo que no significó que fueran planas: la batuta supo encontrar los relieves, marcando con inusitada eficacia todas las indicaciones de la partitura, llena de diminuendos, morendos y signos gráficos para los reguladores de volumen. En Britten la muerte es cosa seria, dramática, honda, y Sagripanti supo dibujarla sobre todo a través de la profundidad que consiguió de la cuerda. Muy concentrado en el detalle, dibujó admirablemente el gran clímax del tercer movimiento, aunque quizás se volcó más en la transparencia y el hedonismo sonoro que en el desgarro.

Con Mahler el planteamiento fue muy parecido, aunque la cosa resultó distinta, porque en Mahler la muerte es una realidad cotidiana, sobre todo si se trata de niños (así fue su experiencia vital). Sagripanti se reafirmó en la búsqueda de un sonido bello, de extraordinario refinamiento, que funcionó a las maravillas en un primer movimiento fresco, juvenil, una vez más transparente y repleto de detalles. Podría pensarse que ese preciosismo sonoro no funcionaría igual en el segundo movimiento, auténtica danza macabra, pero el maestro italiano encontró milagrosamente la forma de mantener la exquisitez del sonido pero retorciendo grotescamente algunos gestos, no ya el muy evidente del concertino en scordatura (ahí es simplemente el timbre), sino en detalles rítmicos y, muy especialmente, con un rubato de clarividente expresividad. El Adagio es el momento del dolor, aunque en Mahler se contiene dentro de una escritura refinadísima y elegante. Se trata de un auténtico lamento en el que una vez más Sagripanti encontró la forma de contrastar esa intimidad con el drama, mediante acentos mucho más marcados. Para un final paradisíaco, la voz angelical de Lucía Martín-Cartón, delicadísima, ligera, aérea. El director italiano ayudó conteniendo las dinámicas para un final de extática paz.

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