Ni del Libro, ni del Odio
Yo, Tituba, la bruja negra de Salem | Crítica
Impedimenta rescata para el lector en lengua española ‘Yo, Tituba, la bruja negra de Salem’, obra fundamental de Maryse Condé
La Ficha
YO, TITUBA, LA BRUJA NEGRA DE SALEM. Maryse Condé. Traducción de Martha Asunción Alonso. Impedimenta. Madrid, 2022. 304 páginas. 22,60 euros.
Los documentos originales de los juicios de Salem, que se celebraron a partir de marzo de 1692, se refieren a Tituba, citada una docena de veces, como una “esclava india”. Tituba fue detenida junto a Sarah Good y Sarah Osborne bajo la acusación de haber cometido brujería. La acusación se extendió posteriormente a otras localidades cercanas (los casos de histeria colectiva más acusados ni siquiera tuvieron lugar en Salem, que sin embargo pasó a la historia como el epicentro de la tragedia) con resultados funestos: un total de diecinueve personas fueron condenadas a la horca. Las tres primeras detenidas fueron, sin embargo, sentenciadas con penas de cárcel, al igual que otros que, en muchos casos, no corrieron mejor suerte: Sarah Osborne murió en la prisión en 1963, y antes un hombre llamado Gilles Corey había sido torturado hasta la muerte en un calabozo. Tan terribles eran las condiciones de las personas encarceladas que, en el mismo 1693, el gobernador William Phips promovió un indulto por el que los condenados que quedaban aún con vida fueron puestos en libertad. Entre ellos se encontraban Tituba, quien sin embargo fue vendida a otro amo que tuvo que satisfacer los gastos derivados de su estancia en prisión. Del destino de Tituba a partir de entonces, nada se sabe. Muy probablemente, su nuevo señor compró también a su marido, John Indien, dada la tendencia de los puritanos de las colonias británicas a mantener unidos los matrimonios de esclavos. La escritora Ann Petry la situó en Boston, donde pudo fallecer en una fecha indeterminada. Sabemos de Tituba que vivió y murió. Sin embargo, su definición racial era todavía una cuestión por hacer a cuenta, claro, de la literatura. Buena parte de los escritores románticos que en el siglo XIX cayeron fascinados ante los sucesos de Salem, como Henry Wadsworth Longfellow, entendieron que la mera definición de Tituba como “india” se quedaba corta a la hora de darle alas a su historia, más aún cuando la esclava había admitido durante el juicio que había sido ella la responsable de introducir a Good y Osborne en las artes nigrománticas (posteriormente se desdijo y retiró esta declaración, realizada bajo presiones; también habló durante el juicio de perros negros, cerdos, pájaros amarillos, ardillas rojas, escobas voladoras y extrañas criaturas híbridas, en descripciones de las que se retractó igualmente). Se produjo así una operación de maquillaje altamente significativa que convirtió a Tituba en la bruja negra de Salem, una esclava antillana experta en el vudú y en el trato con los espíritus de ultratumba. Y así quedó fijada Tituba en el imaginario cultural para la posteridad: en su celebérrima obra El crisol, también Arthur Miller vinculaba la negritud de Tituba con su carácter animista, si bien en un plano notablemente secundario, acaso como un recurso para dotar de cierto exotismo al drama.
En su lectura crítica de los moldes colonialistas en los que la literatura de su tiempo cimentó su particular complacencia, Maryse Condé (Pointe-à-Pitre, Guadalupe, 1937) tenía en Tituba un argumento de primer orden. Y no se lo pensó demasiado: en 1986 publicó Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, novela que publica ahora Impedimenta, después de otros títulos de la autora como La Deseada, La vida sin maquillaje y Corazón que ríe, corazón que llora, con una traducción a cargo de Martha Asunción Alonso que, por la complejidad que entrañaba el original francés atravesado por el espíritu criollo, y por el delicado equilibrio exigido en cuestiones de identidad aplicadas al lenguaje, merece ser considerada con razón de coautoría. En su aproximación al personaje, Condé no sólo no evita el cliché al que es sometida Tituba a cuenta de su origen y de su piel negra, sino que lo celebra, lo expande, lo subraya y lo convierte en un paisaje expuesto ante el lector para su exploración. Hija de una esclava violada por un marinero inglés a bordo de un barco negrero, Tituba es otra esclava que encuentra una vía a la libertad en su identidad: su instinto animista le lleva a pedir consejo y consuelo en su madre, Anuba, y en la curandera Man Yaya, a quienes convoca desde un más allá reconocible e inmediato. El amor carnal es para ella una exultación de la vida, una conexión fértil con la tierra y con el tiempo. Así, los valores religiosos de sus señores le resultan ajenos e indiferentes, con lo que rechaza el bautismo y defiende su manera de estar en el mundo. Por el contrario, sus amos ven en los elementos constituyentes de su identidad una cizaña que debe ser retirada a toda costa. Esta oposición se refuerza cuando entra en escena Samuel Parris, un pastor dispuesto a ver a Satanás en todas partes y que compra a Tituba para llevarla consigo a Massachussets. Lo que la comunidad religiosa interpreta como brujería no es más que su identidad, los códigos que explican y nombran sus verdades más hondas. Maryse Condé describe cómo la superstición religiosa legitima con eficacia el criterio colonialista, mediante una interpretación moral del escrúpulo racial en clave de virtud. Su mayor empeño, sin embargo, es denunciar cómo esa legitimidad ha perdurado a lo largo de los siglos en la cultura occidental con toda la comodidad, a sus anchas, sin asomo de crítica, hasta hacer parecer natural la extinción más consciente y esmerada. “No pertenezco a la civilización del Libro ni del Odio. Mi recuerdo perdurará en el corazón de los míos sin que nadie lo ponga por escrito. Perdurará en su memoria”, afirma Tituba en la novela de Condé a modo de reivindicación esencial.
Maryse Condé devuelve a Tituba su historia llevándola de vuelta a Barbados, donde es testigo de las primeras revueltas de esclavos. De las novelas publicadas en lengua española de la autora hasta la fecha, Yo, Tituba, la bruja negra de Salem es seguramente la más lograda gracias, sobre todo, a la construcción fenomenal del personaje desde una voz narrativa asombrosa, crecida en los matices, vertida entre el asombro y la rabia, entre la inocencia y el arrojo. Su recuperación resulta justa y necesaria en plena revisión del discurso colonial desde el canon literario. La emoción que suscita es, por su parte, inolvidable.
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