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Juan Diego Flórez. Tenor
Sevilla/El tenor peruano Juan Diego Flórez (Lima, 1973) lleva años en la cima, reclamado por los grandes templos de la lírica donde se le reverencia incansablemente. Es una de esas estrellas que de tanto en tanto rompen las fronteras de su género y logran atraer a un público mucho más amplio que el habitual de las óperas y recitales.
Ha regresado la noche de este miércoles al Teatro de la Maestranza, donde en anteriores visitas cosechó triunfos apoteósicos, para cantar esta vez en su condición de embajador de Telefónica, firma a la que el artista involucró en Sinfonía por el Perú, un plan socioeducativo que impulsó en 2011 y que defiende con tal firmeza que es ese ambicioso proyecto, dice, y no la ampliación de su Olimpo particular, lo que "mueve" su carrera.
"Yo tengo que estar en lo más alto para que Sinfonía por el Perú vaya bien, para que Telefónica siga auspiciándome", ha enfatizado el músico minutos antes de acudir al ensayo general de la actuación.
–¿La música puede de verdad cambiar vidas?
–Seguro. En Perú tenemos la experiencia de los casi 8.000 niños involucrados en Sinfonía por el Perú. Son niños pobres que en una orquesta o un coro encuentran un grupo donde aprenden valores, actitudes y aptitudes, y también a sonreír por cierto. Pero sobre todo adquieren autoestima; al fin y al cabo la pobreza es eso, falta de estima persona y pública. Y mientras tanto, se alejan de las drogas, del crimen, de la prostitución...
–¿En qué consiste Sinfonía Digital, el proyecto específico puesto en marcha con la ayuda de Telefónica?
–Hay dos núcleos, de los 21 centros que por ahora tenemos en Sinfonía por Perú, en los que mediante la tecnología digital, tablets y aplicaciones sobre todo, los chicos pueden aprender más rápidamente todo lo que es la teoría musical, la apreciación musical, entrenamiento auditivo, etcétera.
–Estos proyectos que quieren actuar sobre la raíz de los problemas requieren paciencia, pero ¿hay ya resultados visibles?
–Dos años después de constituirnos como asociación de caridad hicimos un estudio patrocinado por el MIT que duró dos años. Se demostró que los niños rendían mejor en el colegio, se sentían mejor en general y en el seno de sus familias, en las que disminuyó la violencia verbal y física. Bajó también en el grupo estudiado el índice de explotación infantil. Ahora estamos realizando otro estudio, que durará cuatro años, pero en ese plazo tan corto, ¡pum!, los datos fueron ya impresionantes.
–¿Cuándo y por qué quiso involucrarse en un proyecto así?
–Siempre tuve mucha pasión por los niños, siempre deseé ser padre, y de hecho cuando por fin lo fui, aunque fue una coincidencia, comenzó este proyecto. Cuando regresaba a Perú veía la pobreza extrema, niños pequeñitos, de 5 o 6 años, pidiendo dinero en los semáforos, tirados en la calle con sus familias... Era muy duro. Fui a Venezuela para conocer de primera mano su Sistema de Orquestas y después de visitar algunos de sus centros tuve la certeza de que eso es lo que yo quería hacer.
–En Sevilla dio un recital en 2005 que aún se recuerda. Y estuvo antes, en 1998, para cantar Alahor in Granata de Donizetti. ¿Qué recuerdos tiene de esa primera visita previa a la fama mundial?
–Con aquella ópera pasé bastante tiempo en la ciudad, los ensayos fueron un proceso largo. Hice buenas amistades en el Coro; recuerdo bien las salidas nocturnas... Y los aplausos tras la primera función. Aunque a veces uno en ese momento, más que el aplauso, espera haberlo hecho bien, porque pesa la incertidumbre.
–Lleva años sin parar de triunfar. Desde fuera es fácil imaginar la parte glamourosa del asunto. ¿Hay una dura que no se ve?
–Yo no sabría decir qué es el glamour, o no sé muy bien dónde está, pero seguro que no donde yo estoy. A mí lo que me gusta es estar con mis hijos, pasar las vacaciones en Italia, donde tenemos una casa, y estar en la vivienda familiar en Viena. La mía es una vida sin excesos ni lujos. Ahora estoy sufriendo ya porque voy a pasar un mes en Nueva York, y estar solo allí, sin mi familia... Me dan ganas de cancelar el compromiso. Pero, de mi vida, eso es lo único que me fastidia.
–¿Cómo ha evolucionado su voz?
–Yo llegué a ser tenor un poco por casualidad, porque me iba a dedicar al pop... Y en tres años todo cambió. Conseguí una beca para estudiar en Estados Unidos y a partir de ahí... Pero durante mucho sentí que estaba de prestado en el mundo de la lírica. Tuve la suerte de que el primer teatro donde canté fue La Scala. Descubrí la ópera ahí, y desde entonces he buscado mi ideal técnico, mi ideal expresivo. Y lo sigo buscando.
–¿Tal vez por eso, lejos de acomodarse en los papeles operísticos que ya sabe que borda, no deja de hacer óperas nuevas para usted?
–Es que a mí me mueve la pasión, lo digo de verdad. La pasión por poder hacerlo mejor aún. Por eso me gusta hacer óperas nuevas. Pero cuidado, también las mismas. Hubo una época en la que hice mucho La hija del regimiento o El barbero de Sevilla y la gente me preguntaba: ¿no te aburres? ¡No, al contrario! Pero ahora prácticamente sólo hago óperas nuevas. Hace algunos años me empezó a cambiar la voz y, sin dejar de lado el bel canto, me acerqué a un repertorio más romántico que me está dando muchas satisfacciones. Y también a la música popular latinoamericana, como en mi último disco, Bésame mucho, en el que grabé todos los bises que hago tocando la guitarra en mis recitales.
–La actualidad manda. ¿Qué significó Montserrat Caballé para usted como aficionado y qué admira más de ella como profesional?
–Si yo pudiese ser el cantante ideal, elegiría ser una mezcla de Luciano Pavarotti, Alfredo Kraus y Montserrat Caballé. Canté con ella La hija del regimiento en Viena y por ello tuve la oportunidad de tratarla. Era una señora muy afable y muy graciosa. Me admiraban su modo de respirar, su modo de cantar, pero también su trato con la gente, siempre había algo en ella de soplo de aire fresco.
–El Maestranza ha pasado una etapa difícil. Y de la ROSS, por su parte, muchos lamentan su falta de proyección fuera de la ciudad. ¿Cómo se perciben desde fuera estas dos instituciones?
–Yo puedo hablar más del teatro. Entre los fans mundiales, es un punto firme, y aparte de eso Sevilla es una ciudad bella y con un gran clima. En este aspecto es un poco como el Teatro Massimo de Palermo, tiene todos los ingredientes para seguir siendo una referencia, y sin duda uno de los grandes teatros de España.
–Por cierto, ¿es usted un divo?
–Yo es que no sé qué es realmente un divo. Tiene muchas acepciones, ¿verdad? ¿Divo es ser caprichoso? Yo no lo soy. Yo lo que pido es una cama suavecita y poder tener al menos un ensayo. ¿Y cuántas veces he cantado gratis? Si es para algo que valga la pena, sí, yo lo hago. Lo que pasa es que la gente quiere ver sobre el escenario a alguien divino, como con un misterio, con un aire de persona especial, pero claro, quiere también que esa persona sea cercana. O sea, que quiere dos cosas. Estas cosas forman parte del hechizo que todos buscamos en la música.
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