La textura del cosmos
Agujeros blancos | Crítica
El físico y divulgador Carlo Rovelli publica en Anagrama su último ensayo en español, Agujeros blancos, donde formula la hipótesis de la reversibilidad de los agujeros negros y la devolución de la energía contenida en ellos al espacio exterior
La ficha
Agujeros blancos. Carlo Rovelli. Trad. Pilar González Rodríguez. Anagrama. Barcelona, 2024. 136 págs. 17,90 €
Hace ya algunos años, reseñamos aquí El orden del tiempo, del físico veronés Carlo Rovelli, haciendo notar dos peculiaridades en su tarea divulgativa. Rovelli es un buen escritor, con un acusado componente lírico (como buen veronés, el libro está lleno de citas de Dante); y añadido a ello, o quizá por eso mismo, Rovelli es capaz reducir a materia inteligible la fascinante contextura del mundo, prescindiendo de su árida y precisa formulación matemática. Agujeros blancos no es, sin embargo, una vulgarización de la materia tratada, en un sentido peyorativo. Se trata, en mayor modo, de un esfuerzo de expresión, donde el talento de Rovelli presenta ante el lector curioso las últimas hipótesis de la física. En este caso, la hipotética existencia de agujeros blancos, basada en la física cuántica de bucles, de la que Rovelli es uno de sus teóricos.
Con la física del XX, la comprensión de lo real -e incluso su propia existencia- se volvió extraordinariamente problemática
Uno de las perplejidades del mundo moderno, y en mayor grado, del contemporáneo, es aquella que señala Goethe al sospechar que “el mundo y su imagen no se corresponden”. Cuando llegue la hora de la teoría de la relatividad general de Einstein, de la mecánica cuántica de Planck, del principio de incertidumbre de Heisenberg, de la dualidad onda corpúsculo de De Broglie, y otros hallazgos no menos asombrosos, la comprensión de lo real -e incluso su propia existencia- se habrá vuelto extraordinariamente problemática. Libros como el ABC de la relatividad de Bertrand Russell, La evolución de la física de Einstein e Infield, La explosión de la relatividad de Martin Gardner, La naturaleza del tiempo y el espacio de Hawking y Penrose, o el celebérrimo Cosmos de Carl Sagan, no harán sino tratar de aclarar y difundir dichas novedades, cuya comprensión implica una nueva consideración del mundo, en sus dos aspectos tradicionales: el macro-universo de las magnitudes estelares, y el micro-cosmo de las subpartículas, cuya mera caracteriología es, en sí misma, desconcertante. A ello se añadía la complicada relación establecida entre la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, cuya compatibilidad no está, en absoluto, garantizada.
Lo que explica Rovelli en estas páginas es el lugar preciso donde ambas teorías se sustituyen, momentáneamente, revirtiendo, además, la dirección del tiempo. Tal lugar es el agujero blanco formulado por Rovelli. ¿Y qué es un agujero blanco? Un agujero negro que ha llegado a su máxima tensión gravitatoria y que revierte, a causa de ello, su proceso de absorción de energía, reintegrándola al exterior -durante miles de millones de años, para el observador externo; durante unas horas para un hipotético observador interno- hasta disolverse en la nada sideral. Dicho máximo de tensión es el límite de adelgazamiento que soporta el espacio-tiempo, considerado físicamente. Esto es, cuánticamente. Y es ahí, según Rovelli, donde se produce el encuentro/sustitución de la teoría de la relatividad por la física cuántica. Y donde se produce el salto -el rebote-, que permite a la energía sepulta en el vórtice del agujero negro, aflorar al espacio como agujero blanco. En las conclusiones del libro, Rovelli sugiere que este lento, lentísimo flujo de energía del agujero blanco hacia el exterior, común a los millones de estrellas que han implosionado hasta convertirse en agujeros negros, es lo que hoy acaso se conozca como “materia oscura”. Esto implicaría también, si la hipótesis de Rovelli fuera correcta, que los agujeros negros son túneles del tiempo, cuyo salto implicaría, a ojos del observador externo, un lapso de millones de años. Es decir, que el tráfico doméstico, de una galaxia a otra, que se fabula en Star wars, no parece muy plausible.
En todo caso, y al junto de la hipótesis del agujero blanco que plantea Rovelli, lo más interesante del libro sigue siendo, como en anteriores obras, el modo en que el autor explica la contextura del tiempo y la irreversibilidad de los procesos que nos convierten en criaturas temporales y seres con memoria. “Somos procesos guiados por las mismas estrellas”, concluye Rovelli. Es esta probidad literaria del autor la que le faculta, apoyado en la imaginería del Dante, para explicar la intimidad del universo sin desviarse del cometido esencial. Ofrecer una imagen rigurosa, valedera y plástica de cuanto existe.
La Melancolía I de Durero
Rovelli cita de pasada un artículo del físico David Finkelstein dedicado a la Melancolía I de Durero, cuyo contenido iba dirigido al cálculo perspectivo del XV-XVI. Finkelstein fue el científico que especuló, en 1958, sobre qué ocurriría a una partícula en el horizonte de un agujero negro antes de ser devorada por él. Y la respuesta es nada. Nada para quien se hallara en el borde del abismo; una violenta distorsión espacio-temporal para quien lo observe desde la lejanía. En el artículo referido, Finkelstein sostiene que fue la pluralidad de perspectivas, formuladas matemáticamente en tiempos de Durero, la que llenó de melancolía al ángel del atardecer que aparece en la imagen, rodeado de figuras geométricas. Klibansky, Panofsky y Saxl dirán algo similar en su Saturno y la melancolía, dedicado a la representación plástica de dicho sentimiento. Y no otra cosa, probablemente, es la que formula Burton en su Anatomía de la melancolía, referido, sin embargo, no a la geometría que había establecido ya Della Francesca, sino a la perspectiva celeste bajo la cual el desdichado polígrafo se halló pecador abatido y criatura frágil e insignificante. En un caso y otro, tanto en el caso de Finkelstein como el de Rovelli, se demuestra, una vez más, la vieja permeabilidad de todas las disciplinas. Uno acudiendo al solemne crepúsculo de Durero. Rovelli, ascendiendo la segura escalinata del Dante.
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