Salir al cine
Manhattan desde el Queensboro
Los niveles del juego. John McPhee. Trad. Carlos Cerdeña de la Rosa. Dioptrías. Madrid, 2015. 172 páginas. 19 euros.
Era 1968 y en el fragor de la guerra de Vietnam, de los conflictos raciales, de la lucha por los derechos civiles y de muchos hábitos y modos de pensar surgidos de la agitación contracultural filtrándose poco a poco en la mentalidad de sectores más generales de la población, dos hombres, dos tenistas, dos amigos no íntimos pero sí muy estrechos se exprimían hasta la última gota de sudor en una pista de tenis para vencer en las semifinales del primer US Open de la historia. En aquel partido, memorable, tenso y conmovedor según las crónicas de la época, se pusieron en juego no sólo los fundamentos de un deporte que justo en aquel momento se deslizaba definitivamente hacia su concepción moderna, sino también -o fundamentalmente- dos formas de ver y vivir la vida, dos temperamentos de un antagonismo simétrico, casi perfecto, y mediante su enfrentamiento en el simbólico espacio de aquella cancha, también todo lo que de algún modo flotaba en el aire de una época que por su crucial influencia en la cultura del siglo XX, o en el siglo XX a secas, podría escribirse en mayúsculas, como si de un territorio mítico se tratara: Estados Unidos Años 60.
Esa es la lectura que realizó entonces, con resultados muy persuasivos, John McPhee (Princeton, 1931), profesor, periodista de Time y The New Yorker y ganador del Pulitzer en 1996, en Los niveles del juego, que le gustó tanto a David Foster Wallace que le faltó tiempo para proclamar que era el mejor libro sobre tenis jamás escrito. La afirmación se nos antoja exagerada, pero bienvenidos sean siempre la pasión y el entusiasmo. Por otro lado, semejante afirmación la hizo la persona que regaló a los aficionados aquel breve y majestuoso ensayo titulado Federer como experiencia religiosa o los pasajes tenísticos de La broma infinita, escritos con la convicción prácticamente metafísica de que "el oponente que hay enfrente no es el enemigo, sino más bien un compañero de baile", pues "el verdadero oponente, el límite envolvente, es uno mismo". De modo que algo vería en el libro. Y en el libro, en efecto, hay muchas cosas que ver, todas interesantes.
Esencialmente, Los niveles del juego constituye el retrato de dos tipos humanos muy parecidos (ambos nacieron en el mismo año, vivieron su apogeo como tenistas en el extraño momento bisagra en el que a los torneos acudían amateurs y profesionales incipientes, y como deportistas eran extremadamente competitivos y técnicos; se conocían desde la niñez, se admiraban mutuamente y jugaron multitud de veces juntos en el equipo estadounidense de la Copa Davis) y al mismo tiempo muy diferentes, hasta el punto de que sus temperamentos trascienden en muchos momentos su condición individual para elevarse a la categoría de arquetipos de su época. Clark Graebner era blanco, republicano, conservador y tradicional en todas las demás dimensiones de la vida y perteneciente a una familia de clase alta, y dentro de las pistas de tenis un formidable y temible sacador, además de un jugador sistemático, calculador, regular y por tanto fiable aunque, en contrapartida, algo rígido. Además de negro y descendiente de esclavos comprados en África, y por tanto pionero y bandera de la lucha contra la segregación racial, Arthur Ashe era demócrata y perteneciente a una familia que tras ímprobos esfuerzos ascendió a la apacible clase media americana de posguerra, y como tenista un restador feroz, amén de imaginativo, disperso, intuitivo y elegante: un artista imparable durante sus raptos de inspiración pero errático y suicida cuando estos no llegaban o se evaporaban, y siempre, siempre fiel a lo que llegó a ser prácticamente su firma con dedicatoria: "el tiro casi imposible en el momento más tenso".
En el libro, de los que se leen de un tirón, John McPhee disecciona la personalidad de ambos jugadores mientras salta hacia atrás (las familias de ambos, el comienzo de sus carreras, sus rutinas diarias fuera del tenis, la forma en la que los dos se ven a sí mismos...) y de vez en cuando hacia adelante (fantástico el ejercicio, aceptado por ambos, de imaginar el futuro del otro una vez fuera del deporte de élite). Y como eje permanente de la narración, como estructura de ésta, el partido, del que se ofrece una sintetizada recreación como en cámara superlenta, frame by frame, a través de los golpes determinantes que lo fueron decantando hacia su desenlace. "Graebner, perfectamente erguido, tuerce la raqueta, golpea horizontalmente la pelota y acto seguido se aleja de ella como si hubiese tocado algo ardiendo, y con ese gesto bloquea el saque de Ashe", escribe McPhee en uno de los primeros lances del juego. "Le encanta el revés porque el movimiento de continuación no hace que el brazo se pegue contra el cuerpo, sino justo lo contrario: abre ambos brazos y los eleva, de manera que termina el golpe en una posición que recuerda a la de la Victoria alada de Samotracia. Posee una habilidad especial para hacer que el tiempo parezca ralentizarse, como si esperase a que su oponente se moviese, reteniendo la pelota hasta el último segundo y luego mandándola a toda velocidad", dice más adelante sobre el golpe predilecto y distintivo de Ashe.
Leído hoy, con otras obras de no-ficción de la época en mente, el libro puede parecer también algo frío o excesivamente formalista; poco que ver, en fin, con la efervescencia desatada de las mejores voces del viejo Nuevo Periodismo, y casi nada con las aproximaciones al tenis de David Foster Wallace, que lo recomendó con tanta efusividad. En este sentido, digamos que McPhee sería más Graebner que DFW, y éste más Ashe que McPhee. Lo cual no le resta ningún mérito a este interesante ensayo de McPhee; si acaso, algo de desmelene. Cuestión de estilos, como todo...
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