Suzanne Lacy: quebrantando silencios
Asociaciones inevitables | Crítica
Con una mezcla de sarcasmo y ternura, la artista estadounidense da dimensión pública a hechos que suelen reducirse a la esfera privada
La ficha
'Asociaciones inevitables'. Suzanne Lacy. En el CAAC hasta el próximo 15 de marzo
Nuestra cultura teje silencios en torno a la muerte, la vejez, la enfermedad, el envejecimiento. El rigor de la pandemia ha debilitado algunas de esas tramas, quebrantado otras (al mostrar, por ejemplo, la insensibilidad del mercado y la debilidad de las administraciones públicas para gestionar la ancianidad) pero no faltan las que han quedado incólumes: envejecer sigue siendo tabú.
Hay más silencios. El que deben guardar quienes trabajan en precario si quieren conservar su ocupación, el que pesa sobre los inmigrantes, sobre las mujeres por el hecho de serlo, el que no se atreven a romper aquéllas que sufren maltrato, el que sirve de protección a los maltratadores.
La estadounidense Suzanne Lacy (Wasco, California, 1945) quiere con su obra romper esos silencios. Lo hace a veces con una mezcla de sarcasmo y ternura. Cuando rehabilitaban un viejo y célebre hotel en Los Ángeles, puso en el vestíbulo tres stands publicitarios. En el primero, una joven repartía artículos de prensa que comparaban el edificio del hotel a una viuda rica entrada en años. En el segundo, una enfermera informaba sobre cirugía plástica. En el tercero, un maquillador de Hollywood envejecía a Suzanne Lacy. Acabado el maquillaje, diez ancianas vestidas de negro abandonaban sus asientos rojos, rodeaban cariñosamente a la autora y la vestían de negro. Al día siguiente, proyecciones del envejecimiento de Lacy servían de prólogo a la palabra de las ancianas que hablaban de sus vidas.
Mucho más dura fue De tu puño y letra. En el año 2012, 10.000 mujeres ecuatorianas escribieron las violencias que habían sufrido. Lacy, con un grupo de activistas y expertos, elevó a público esos escritos de un modo muy especial: era un varón quien los leía en voz alta. En la muestra, la obra se resuelve en una potente videoinstalación, pero en Quito las lecturas se hicieron ante una multitud reunida en una plaza de toros.
Ambas obras incluyen un rasgo ceremonial. Suele hacerlo Lacy. En De luto y con rabia, hecha durante los asesinatos en serie de mujeres ocurridos en Los Ángeles (1977), un cortejo fúnebre llegó hasta el ayuntamiento de la ciudad: eran 60 mujeres muy altas, todas vestidas de negro, como antiguas plañideras. Diez de ellas analizaron la violencia sobre las mujeres como un mal consentido por la sociedad. Tras cada parlamento, las demás mujeres gritaban: "¡En recuerdo de nuestras hermanas, plantamos cara y luchamos!". Lacy (con Leslie Labowitz) condenaba así los crímenes pero además criticaba su tratamiento mediático, sensacional y alarmista. Esto permite rastrear la razón de aquel rasgo ceremonial: dar dimensión pública a hechos que suelen reducirse a la esfera privada. Los medios de comunicación no evitan esa trampa y convierten en algarada una protesta por desahucio, hacen de la violencia un espectáculo y del dolor un folletín. Lacy busca un arte que dé espacio y palabra a lo que casi siempre se silencia.
Por eso critica el arte-fetiche y su contaminación turística. Es la intención de sus Viajes con Mona, 15 acciones diseñadas con la historiadora del arte Arlene Raven. Visita 15 lugares tópicos de la industria cultural (del Louvre a Florencia, de las pirámides mayas a la casa de Frida Kahlo) y en cada uno de ello Lacy se limitaba a iluminar, esto es, a aplicar color por números, a una reproducción de Mona Lisa. Más tarde, en el museo de arte moderno de San Francisco, Lacy hacía lo mismo pero dentro de una cabina de vidrio réplica de la que protege en el Louvre el cuadro de Da Vinci.
El arte moderno se sacudió la tutela de la moral y la religión, pero lo hizo desde el interior del mercado, a la sombra del Estado y en una sociedad patriarcal y racista. Podía tramar con libertad sus discursos pero sin abandonar el ámbito del lector aplicado y el culto visitante de museos. Difícilmente llegaría a la esfera pública en la que un llamado arte público levantaba señeros edificios y cuidados monumentos a celebridades (casi siempre varones) en plazas donde las mujeres cuidaban de los hijos. Lacy combate ese arte público abriendo con sus obras nuevos espacios, espacios que son sin duda políticos. Esta idea preside el gran mapa (está en la muestra) de Los Ángeles, instalado en un centro comercial, donde cada día marcaba el lugar de las violaciones de las que la policía tenía noticia. A la vez, mujeres realizaban en ciertos puntos de la ciudad acciones rituales de rechazo a la violación.
Eran iniciativas valientes pero mayor alcance tuvieron las reuniones de mujeres en muy diversos lugares de todo el mundo: cenas que abrían ámbitos de comunicación conectados entre ellas mediante telegramas. Corría 1979. Las redes de comunicación eran en esas fechas monopolio del Departamento de Defensa estadounidense y los programas estratégicos de universidades pero Lacy alumbraba ya un espacio de comunicación compartida del que tal vez pudieran aprender los más destacados influencers.
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