"Por suerte, aún hay quien nos pueda enseñar de la tierra"
Lara Moreno. Escritora
Con su primera novela, 'Por si se va la luz' (Lumen), la autora realiza una propuesta en torno a lo liminar de la civilización, la soledad y el miedo.
-En Por si se va la luz parte de un escenario muy parecido a la realidad actual, sólo que un poco más liminal, más extremo. ¿Hasta qué punto le ha influido la sensación de fin de ciclo en la que parecemos vivir?
-Ha influido más de forma inconsciente que consciente. Cuando empecé a escribir la novela, en 2008 o así, estábamos en los inicios de todo esto, con lo que la sensación de fin de ciclo venía más por todo el rollo catastrófico del cambio climático. Esta no es una novela futurista, como puede verse, pero sí decidí llevarlo todo al extremo para alejar la realidad de la ficción, exagerar todas las sensaciones que podíamos tener en esos momentos y que nos sirviesen como marco conceptual más que como una crónica. El proceso de elaboración en sí duró unos dos años y después empecé a corregirla... y de repente toda esta debacle se nos había echado encima. Como tampoco delimito ni cuento muchas cosas, mucha gente piensa que está ambientada en el futuro pero es una realidad muy parecida a esta. Y más que lo apocalíptico per se, me interesaba lo de dentro: la incertidumbre brutal que tenemos encima... Imagino que he ido bebiendo de todo lo que ha pasado sin darme cuenta, pero la historia no tiene nada que ver con la política, por ejemplo. Las obsesiones de los personajes son, de hecho, bastante parecidas a las que tenemos ahora.
-Presenta un mundo que se disuelve y la posibilidad de la vuelta a un cierto primitivismo, a través de una misteriosa "organización". Como luditas uniéndose para escapar del derrumbe...
-La excusa argumental está sacada de una noticia que escuché en la radio, que animaba a la gente a irse a repoblar y restaurar pueblos abandonados. Y me quedé con eso, no me informé más, porque me servía como punto de partida perfecto para encerrar a los personajes, llevarlos al límite... La mención de la "organización" es otro punto más de incertidumbre, de lo que se sabe y no se sabe, al que también terminan renunciando por una especie de síndrome de Estocolmo, y se queda como un misterio...
-Es el primer libro que leo inspirado por las circunstancias actuales que desarrolla el "irse a los bosques". Pero no es la primera vez, en los últimos tiempos, que la escucho.
-Cuando empecé a escribir la novela vivía en Zarzalejos, un pueblo de la sierra de la Madrid. Y, junto a los de allí de siempre, había gente joven (traductores, artistas...), escapando un poco de la ciudad y a los que los del pueblo, que son algo particulares, llamaban "bioguays". Ya había unos cuantos, y sabía que por el norte sobre todo había muchas comunidades autogestionadas, y gente que buscaba otro tipo de vida. Y, nuevamente, fue acabar el libro y empezaron a sacar reportajes en El País y demás... Pero bueno, si hace 30 o 40 años íbamos del pueblo a la ciudad porque no había más remedio, es lógico que ahora se haga lo contrario si uno siente que lo echan de la ciudad.
-Una de las cosas que se perciben con la novela es lo ridículos que somos cuando decimos "me gusta lo rural"...
-Claro, dicho así, a todos nos gusta irnos una semana a tratar de encender una encantadora chimenea. Por supuesto, no he intentado reflejar nada de eso: lo he tratado como algo lógico, desde la cercanía, porque realmente este país es absolutamente rural. Hay aún muchos señores en los pueblos que no han salido de allí nunca, ni falta que les hace. Otra de las cosas más simbólicas y metafóricas que he tratado es la vuelta a la tierra como una salida, por una especie de cobardía por una parte, por no tratar de reconstruir todo el engranaje social y económico que se viene abajo, y regresar a los inicios. Y me parece que en este mundo tan antinatural es milagroso que si plantas y riegas la tierra, te siga dando de comer. No nos traiciona.
-Hay detalles brutales, y con pinta de certeros, de esa primitiva vida en el campo, ¿de dónde los ha sacado?
-Pues todo con imaginación. Obviamente, no he conocido a nadie que duerma con un cerdo en casa. No conozco el mundo rural tanto como para saber de primera mano de sus entresijos más brutales, pero he intentado ponerme al límite. Hay personajes como Elena que es así, y es que esa era mi idea: hacer un personaje hermético, símbolo, simbiosis entre la tierra y el hombre, que se siente más cómoda con los animales y la huerta que con los humanos. También representa la dureza del hombre respecto al trabajo... Simboliza todo eso que también es una realidad, pero en comparación con la blandura de los otros queda casi esperpéntica.
-En esa idea que presenta la novela de retorno a lo primero, no vemos liberación y sí, en cambio, bastante terror. Me hizo recordar ese verso tan famoso de Pizarnik: "La jaula se ha hecho pájaro, ¿qué haré con el miedo?".
-Hace tiempo que no la releo, pero esa es un poco la esencia. Hay dos personajes, Nadia y Enrique, que son los más problemáticos y que giran en torno eso mismo: él tenía aparcadas ciertas cuestiones que la llegada de gente joven -que representa otra vez la vida-, vuelve a poner por delante, y vuelve a leer, a tener relación con mujeres, a pensar, y tener miedo a la muerte. Descubre que sigue encerrado en sí mismo y es mucho más incapaz de gestionar sus terrores de lo que pensaba. Y Nadia es justo lo que has dicho; en cambio, su pareja, Martín es lo contrario: se encontraba en una jaula antes, y necesitaba irse a lo sencillo y a lo simple para crecer, dejar atrás su paranoia. Tiene una transformación más positiva, práctica y esperanzadora, se quita todas sus preocupaciones y empieza a tener una relación mucho más sincera tanto con su pareja como consigo mismo. Es un símbolo de esperanza, de que podemos hacernos fuertes y simplificar, pero Nadia, desde el principio al final, sigue en su jaula.
-El "pueblo chico, infierno grande" ofrece una atmósfera claustrofóbica que permite, sin embargo, un acercamiento muy enjundioso a los personajes.
-Ese ambiente opresivo fue elegido por eso, para poder tratarlos así, agarrarlos bien. Además de que, al final, es la introspección lo que más me interesa, mi épica personal, por trabajo y gustos, viene a través del drama y de las emociones. Para colmo, yo vengo del relato, y me enfrentaba al tener que alargar la historia a través del tiempo y el espacio, así que al encerrar a los personajes tenía la sensación de que controlaba más.
-Gran parte de lo que vertebra el libro es, digamos, esa adaptación de los protagonistas a su nueva vida partiendo de la nada. Que viene a confirmar eso que pensamos a menudo cuando recordamos a los abuelos y es: Dios, qué inútil que soy...
-Ese además fue un poco el punto de partida: por suerte, aún hay quien nos pueda enseñar de la tierra. Nos hemos desnaturalizado por completo, incluso de qué es lo que necesita nuestro cuerpo; si nos sacan del sistema de salud, por ejemplo, tenemos pavor a la enfermedad... Vemos que a los que llevan a gala la vida arcaica, a Damián y Elena, les da igual tener agua y luz: han tenido muchas cosas que ya no tienen. Y está también un poco el tema paternalista de que, en esta generación, seguimos necesitando a los abuelos mucho más de lo que ellos necesitaron a los suyos...
-A pesar del ambiente un tanto a lo La hora final, en la novela gana el optimismo...
-Es que la narración es cruda porque mi mirada es cruda, escribo las cosas así. Pero para mí es un libro de un gran optimismo: quería construir un lugar que fuera viable, a pesar de todo, que tuviera todo el rato la premisa de esa alegría, de que se puede empezar de nuevo. Y se puede vivir otra vez. La niña, Zhenia, es un elemento totalmente esperanzador, y el desenlace final, aunque tiene algo de devastador, también encierra ese para adelante.
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