Los otros márgenes de la evolución
El Invencible | Crítica
Impedimenta abre la celebración del centenario de Stanislaw Lem con el rescate de 'El Invencible', novela que destila las mejores esencias del autor
La ficha
'El Invencible'. Stanislaw Lem. Trad. Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. Impedimenta. Madrid, 2021. 264 páginas. 22,50 euros
Dentro de la mala fortuna que ha sufrido la obra del escritor polaco Stanislaw Lem (1921 – 2006) respecto a su edición en lengua española, su novela El Invencible, publicada originalmente en 1964, ha sido objeto de un particular descuido: desde el lanzamiento que la editorial Minotauro protagonizó desde Buenos Aires en 1978 no ha habido muchas noticias ni posibilidades de hacerse con la obra, con lo que el título entraña una cuenta pendiente en las bibliotecas de no pocos seguidores del maestro de la ciencia-ficción, que tanto tiempo después son verdadera legión. Ahora, Impedimenta incluye El Invencible en su ya abultado catálogo consagrado a Stanislaw Lem con la esmerada y a menudo reveladora traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz; y lo hace como primera entrega en la celebración del centenario de Lem, que continuará este mismo año con otros rescates igualmente jugosos (incluida la biografía más completa del autor de Solaris).
Respecto a los motivos que han podido condenar durante tanto tiempo a El Invencible a la descatalogación, la cuestión daría para un análisis con enjundia y de largo alcance: el libro funciona a la perfección como novela de aventuras, adscrita al género de terror incluso, en el relato de una misión de rescate enviada al planeta Regis III en busca de una nave tripulada con la que se pierde toda comunicación; así que, de entrada, pocas propuestas parecen tan idóneas como El Invencible para acercar la obra de Lem al gran público. Paradójicamente, tal vez sea esta apariencia lúdica la que haya podido jugar en contra de su mayor difusión en lengua española, a manos de un sector editorial empeñado en presentar al escritor como un filósofo de ideas retorcidas; y, en todo caso, si se trataba de entretener al personal, la abultada oferta de space operas ha ejercido en paralelo una competencia más que notable. En cualquier caso, lo mejor de la lectura de El Invencible en el siglo XXI es la posibilidad de advertir cómo Lem introduce algunos de sus interrogantes más obsesivos y perturbadores respecto a la dependencia tecnológica en este juguete aventurero, que se lee de un tirón y que contiene, ciertamente, las esencias más reconocibles del autor. Si hacía falta una nueva traducción (además directamente del polaco original, como es el caso) es, precisamente, porque esos interrogantes resuenan con especial brío en la actualidad.
El Stanislaw Lem que escribió El Invencible entre 1962 y 1963 era un autor en su apogeo, consagrado ya como referente decisivo de la ciencia-ficción. Lem había logrado romper los telones de acero de la Guerra Fría y obtener el reconocimiento internacional con la publicación en 1961 de Solaris, considerada para siempre su obra maestra y con la que logró convertirse en autor de culto en EEUU, donde ganó la admiración de genios como Philip K. Dick (cuestión distinta es la tormentosa relación que Lem mantuvo con la ciencia-ficción estadounidense, de la que sólo salvaba de la hoguera al mismo autor de El hombre en el castillo). Todo apunta a que Lem pretendió mantener y ampliar este prestigio con El Invencible, objetivo que llegó a cumplir sólo a medias. Pero la verdadera importancia de esta novela se encuentra en la formulación definitiva de dos ideas que marcaron a fuego el pensamiento de Lem hasta su muerte. La primera es la consideración del desarrollo tecnológico no como cuestión aparte de la evolución biológica, sino como parte consustancial de la misma. En Regis III, la evolución de las especies se da únicamente en el medio acuático, mientras que los adversarios que encuentran los tripulantes de El Invencible son de naturaleza tecnológica; el hallazgo parece corresponderse con la presunción general respecto a la tecnología como categoría aparte de la misma noción de vida, pero lo que Rohan, el protagonista, termina descubriendo es que tal escisión nace de sus propios prejuicios. Lem creyó haber abierto la puerta a un nuevo paradigma para el conocimiento científico y de hecho, justo después de El Invencible, desarrolló esta idea en el ensayo Summa Technologiae, que publicó también en 1964 y que puede leerse de manera complementaria a El Invencible. Posteriormente, así en la Ciberíada como en los ensayos imaginarios reunidos en Vacío perfecto, Lem volvería a considerar la idea de que la evolución tecnológica es una expresión necesaria de la que compete a las especies, sean o no humanas. Si consideramos el modo en que el desarrollo técnico ha modificado a la especie humana en términos orgánicos en el último siglo, especialmente desde la proliferación de dispositivos móviles, no hay más remedio que darle la razón: el cyborg constituyó en su momento un símbolo preciso de la civilización, pero en realidad nunca constituyó una anomalía, ni una monstruosidad, sino, justamente, la norma más extendida.
La otra gran idea central de El Invencible es la certeza de que el hombre únicamente es capaz de destruir lo que no comprende, dado que desconoce cómo establecer otra relación con el enigma. Rohan asiste a un misterio de dimensiones colosales del que la humanidad es expulsada y, aunque arde en deseos de desentrañarlo, sus pasos sólo se dirigen a la aniquilación. Dos décadas después, Lem desarrolló el asunto en la espléndida Fiasco. Y tan implacable espejo sigue haciendo su trabajo.
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