Una sombra levítica

Manuel Gregorio González

11 de octubre 2013 - 05:00

Decía Edith Wharton, a primeros del XX, que la novela americana, con su atención a la vida de las clases medias, propiciaría una extensión de la fealdad, del mundo anodino y trepidante de las ciudades, que acabaría anulando cuanto de único y hermoso hay en la literatura de aquellas tierras. Y en cierto modo, tenía razón. En Faulkner, no es la hermosura aquello que se muestra, como una brasa agonizante, como una sombra pálida y maligna. Y tampoco en Eudora Welty, Flannery O'Connor, Carson MacCullers y William Goyen. En estos autores, como antes en Scott Fitzgerald y luego en Truman Capote y Raymond Carver, hay una idea de la fatalidad, una intimidad con lo aciago, que en Wharton se ve desplazada por la tibia luz iridiscente del gran New York, regentado por los herederos de Peter Stuyvesant y los colonos del Myflower. Éste es también el caso y el linaje de Alice Munro: no aquel esplendor sereno y tintineante de los grandes salones capitalinos, sino un sordo alentar de hombres y ciudades, sumidos en el dolor, el infortunio o el olvido.

Se hace necesario, no obstante, añadir una precisión y dos nombres. Los nombres son Emily Dickinson y Mark Twain; de ellos se deriva una lectura amarga y solitaria de la existencia en la Nueva Inglaterra del XIX, de la cual son herederos tanto Munro como el resto de los escritores mencionados. La precisión, adjunta a dicha lectura, es el influjo determinante de la Biblia, del Antiguo Testamento, que prefigura por completo la obra de todos ellos. La presencia de la fatalidad, de la maldición, de la condena, de la imposible redención de sus protagonistas, es tal en su literatura, que la diferencia con claridad, no sólo de la literatura continental europea, sino también, y por diversos motivos, de la literatura americana que se hace al sur de la frontera. En Alice Munro, extraordinaria cuentista, el peso de esta fatalidad levítica tal vez sea menos evidente que en Welty o Flannery O' Connor; tal vez no sea tan violento o tan ubicuo como en Faulkner y Goyen. Aún así, existe un entramado, un clima, una prelación de causas y concausas, que nos dejan adivinar, como fondo último, el cruento imaginario del Pentateuco.

A esto cabe añadirle, como previó la Wharton, la vida cenicienta de unos seres abrumados, en cierto modo, por el paisaje. Un paisaje que no es sólo ni principalmente el medio en que se desenvuelven; el paisaje de Munro es, en gran medida, un paisaje humano, la tupida red de relaciones, insidias y prejuicios donde sus personajes desfallecen y se asfixian, quizá sin advertirlo, como peces atónitos.

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