Marco Socías | Crítica
Guitarra elegante y elocuente
de libros
'Réplica'. Miguel Serrano Larraz. Candaya. Barcelona, 2017. 192 páginas. 16 euros.
Se ríe cuando escucha la palabra asociada a sus relatos: inclasificables. Estará acostumbrado, puede que aguarde la llegada del comentario, tal vez para él resulte ya un cliché divertido, como casi todos los malentendidos. El caso es que se ríe y cuando vuelve a hablar su timidez acorazada ya se ha recompuesto: "No es un artificio, no intento encontrar una voz distinta. Es como veo el mundo. Como un lugar perturbador. En cualquier esquina de la vida cotidiana acecha siempre una sombra de extrañeza. La literatura me sirve como indagación personal, nunca encuentro respuestas pero al menos aclaro un poco mis ideas. Tampoco es que busque un discurso lógico o racional; para mí se trata más bien de buscar en los rincones".
En Réplica, su regreso al cuento tras el entusiasmo más que justificado que suscitó Órbita y el paréntesis de una novela no menos interesante, Autopsia (todos en Candaya), Miguel Serrano Larraz vuelve a entregar un delicado y precioso catálogo de aventuras del alma. Secretos que se abren paso a tientas, revelaciones, epifanías modestas pero trascendentales, como esos momentos en los que asistimos desconcertados al nacimiento de un sentimiento nuevo e inesperado en nuestro interior. En torno a esa clase de rincones merodea el escritor zaragozano, fuera de toda retórica promocional uno de los más brillantes y personales de su generación, flor rara en la narrativa española reciente, y lo hace con una escritura fluida, precisa, de gran potencia lírica, que se pasea siempre por el filo inquietante de la realidad pero es igualmente capaz de capturar momentos de belleza inexplicable -como la vida misma- y de afilar la mirada con un finísimo sentido del humor.
Sus relatos están llenos de gente sola, que no encaja, que no entiende el mundo. A veces son ejercicios de estilo -la potentísima atmósfera de amenaza y congoja de Media res a propósito del tema del doppelgänger- o relatos de poso casi ensayístico sobre la manera en que las convenciones nos educan en la lectura de ficciones -el informe desde el futuro de Logos; "sálvate, aún estás a tiempo", nos dice alguien desde allí-, pero en su mayoría las piezas tratan de seres frágiles y huidizos que va rumiando la extrañeza de la vida, de tener una conciencia y una identidad. A una niña, de pequeña, le da por dibujar al padre siempre con bigote, que no tiene, pero ante la insistencia, absurda, violenta y cómica, se lo deja crecer. Un escritor termina una novela cómica, de doblarse de la risa, pero a todos los demás, incluso su madre, les parece oscura y desgarradora, y la leen sin poder contener las lágrimas. Una joven se cree, literalmente, el centro absoluto del mundo, y las ciudades, las personas, las cosas todas, se deslizan a su alrededor como en una proyección sobre una pantalla que la rodea mientras ella se siente siempre inmóvil. Un escritor es confundido sistemáticamente durante sus años de aprendizaje con Enrique Bunbury, con Santiago Segura, con el cantante de Simply Red, incluso con Kenny G -Dios santo-, y él comprende, a fin de cuentas, que la juventud acaba cuando los demás dejan de confundirlo a uno con otras personas, o más bien cuando a uno le da igual que eso ocurra... "Sí, en cierto modo toda identidad es una construcción colectiva", musita Serrano Larraz, en las antípodas de esos autores encantados de escuchar su propia voz filosofando a lo grande a partir de sus textos.
"Es que no soporto tener que explicar e interpretar los libros. Todo lo que tenía que decir, lo he dicho ya en el cuento, o en la novela", se explica el autor, que en El payaso, el relato del escritor ridículamente incomprendido, se burla con una sutileza admirable de las obras con Gran Mensaje Didáctico, de los peajes del mundillo literario y de los escritores profesionales. "Donde hay que darlo todo es en el texto, no en una librería de Lugo", escribe en el cuento. "¡Ah, sí! Eso sí es autobiográfico", admite con una media sonrisa. También lo es el ajuste de cuentas con la constantes referencias a Roberto Bolaño desde que un crítico barcelonés proclamó hace algunos años que Serrano Larraz había "heredado la chupa" del chileno. En realidad, los cuentos de ambos son muy distintos, aunque tal vez en Órbita la influencia se dejaba sentir más, pero en todo caso al zaragozano no le molesta. "Faltaría más, ya quisiera yo escribir cuentos como los suyos, que por cierto se defienden mucho menos que sus novelas y a mí me parece que no es justo. Para mí es un honor. Hablamos de cosas diferentes, pero las atmósferas de inquietud, el humor y la idea del juego en el relato, muy importantes en Bolaño, lo son también para mí".
También la infancia y sus alrededores aparecen con frecuencia en su obra. "Yo tengo muy mala memoria y no recuerdo casi nada de mi infancia. Se da entonces una contradicción enorme: soy como soy por una etapa de mi vida de la que no tengo recuerdos. Muchas cosas las recuerdo por lo que me han contado mis hermanos, uno de ellos en especial, que tiene muy buena memoria. Es como ser un espectador de uno mismo", afirma Serrano, que en este libro aborda esa edad "misteriosísima" en dos de los mejores relatos del volumen, Oxitocina, donde una tía -sin hijos- rememora la relación con su sobrina pequeña, cuando ésta pasaba los fines de semana con ella en su casa -y de nuevo la súbita y paradójica inquietud: "uno de los momentos más felices de mi vida fue la primera vez que Laura empezó a gritar en mi apartamento a las tres o las cuatro de la mañana"-; y Ladisolución, que con una envolvente mezcla de oralidad y abstracción ofrece un relato hipnótico sobre las manías de una madre excéntrica, por momentos no se sabe si muy lúcida o un poquito perturbada, y sobre uno de los grandes privilegios de habitar ese reino de las primeras veces -el descubrimiento- y su gemelo aguafiestas -el desengaño-.
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