Hacia la soledad

El mundo horizontal | Crítica

Periférica publica El mundo horizontal, ensayo lírico de Bruno Remaury, donde se aborda el cambio de paradigma vital, desde una vida unida al tiempo y su trascurso, hacia una existencia de carácter móvil, espacial, extemporánea, vinculada al modelo estadounidense

Desempleado. August Sander. 1928
Desempleado. August Sander. 1928
Manuel Gregorio González

23 de marzo 2025 - 06:00

La ficha

El mundo horizontal. Bruno Remaury. Trad. Blanca Gago. Periférica. Cáceres, 2025. 152 págs. 18 €

El mundo horizontal se compone de un tríptico donde el autor formula cierta idea del mundo moderno a través de un breve número de estampas. Dichas estampas, de excelente escritura, sugieren tanto una secuencia espacial como un deslizamiento simbólico desde el hallazgo de las pinturas prehistóricas de Gargas en 1906, en el Pirineo francés, a la solitaria visión de Ellis Island, en la segunda mitad del XX. Remaury añade un intermedio extemporáneo, pero significativo: la Europa de Leonardo donde se da a conocer el descubrimiento de América. En El mundo horizontal de Remaury se obra, pues, un doble deslizamiento; desde el Viejo Mundo al Nuevo, y desde una individualidad vinculada al tiempo, a la historia, a su contextura vital, a un individuo sujeto a la espacialidad, sumido en un presente perpetuo. Esa es la naturaleza de la horizontalidad a la que se refiere el título.

Remaury retrata al hombre desde su vieja verticalidad a una horizontalidad movediza, ajena al tiempo

Por otra parte, el hecho de que el libro comience con el hallazgo de las pinturas de Gargas no es, en tal sentido, inocuo. Dentro de este carácter evolutivo que Remaury indica con sus estampas, las pinturas prehistóricas de unas manos, silueteadas en la intimidad de una cueva, remiten al carácter religioso del hombre arcaico y al posterior “desencantamiendo del mundo” postulado por Weber. Ese proceso de desacralización y de desarraigo (un desarraigo que es tanto espacial como temporal, y que implica el contorno completo de la traición), es el que, a juicio de Remaury, se alcanza en los Estados Unidos, a pesar de, o ayudado por, cierta concepción utópica del Nuevo Mundo, que alimentarán, desde primera hora, las utopías concebidas en Europa durante tres siglos: de las sociedades ideales de Moro, Campanella y Bacon, a la utopía que Voltaire entremeterá en su Cándido -una utopía precolombina-, y que se localiza en América del sur. A ese providencialismo, exento de los gravámenes del Viejo Mundo, Remaury parece adjudicarle cierta facultad extemporánea, que es aquella que desplaza al hombre desde su vieja verticalidad a una horizontalidad movediza, de naturaleza industrial, sobre la que el hombre se deslizaría ajeno al tiempo. Asunto este que Remaury ejemplifica con la propia pintura de Pollock, meramente espacial, de una materialidad ondulante y errática, que no remite sino a sí misma. En este sentido, en el sentido de que el tiempo se suspende bajo una nueva excepcionalidad, utópica/distópica, Remaury parece verse influido por la sociología de Bauman. Pero es en otro venero, a un tiempo lírico y reflexivo, donde acaso encontremos el origen de estas percepciones de Remaury, que nos llevan desde la cueva telúrica de Gargas al mar mítico de Colón, a la inocencia paradisíaca de Bartolomé de las Casas, Isabel de Castilla y Francisco de Vitoria; y de ahí a la llanura norteamericana, atravesada por largas carreteras, y a la ciudad automática de Julio Camba. Dicho venero al que aludimos pudiera ser La poética del espacio de Bachelard, tan próximo, en muchos modos, al surrealismo, cuya vigencia aún se mantendría, largamente, en la posguerrra.

Tanto en Bachelard -como antes en Warburg-, hay un privilegio de lo espacial, en menoscabo de lo temporal, que llegará a su ápice apocalíptico en Bauman; un ápice planteado como un fin la Historia de carácter tecnólógico y religioso, y donde los hombres arden en el tiempo sin tiempo del consumo. En ese mismo paroxismo espacial, donde la soledad es una soledad asociada a un presente puro, es en la que Remaury ha querido situar El mundo horizontal que aquí se postula, y que viene ejemplificado por dos formas de fotografiar, en apariencia opuestas: la del hombre incardinado en el tiempo y el espacio que ofrece el fotógrafo alemán August Sander; y la del hombre como orbe clausurado, como imparidad esencial, de la fotógrafa Diane Arbus. En esas imágenes donde lo humano se despliega, bien en su contextura social, bien en una insularidad exultante o aflictiva, es donde Remaury ha querido resumir esta deriva desde una verticalidad ancestral a la horizontalidad sin tasa y sin rebordes de quien flota o se concibe en el espacio. Una horizontalidad -vale decir, una espacialidad- que Remaury ha querido hallar en su carácter ejemplar, y no meramente simbólico, en la pintura de Pollock, y en el propio hecho de bajar el lienzo desde su lugar usual en la pared a la realidad “topográfica”, extensiva, del suelo.

Es fácil, por otra parte, vincular la escritura de Remaury con la prosa contenida, hermosa y eficaz de sus compatriotas Echenoz, Michon o Vuillard. En no pocos de ellos, la cuestión estadounidense, tan vinculada a Francia (y a España, como es obvio) durante su proceso independencia, a finales del XVIII, parece que se continúa en estas páginas, cruzadas por una fuerte melancolía. Dicha melancolía, no obstante, no es la del hombre europeo, desplazado en su protagonismo por la utopía fabril de la América anglosajona; sino aquella otra, ya visible en el célebre grabado de Durero, Melancolía I, donde un ángel pensativo sospecha ya la desmesura del mundo, la voracidad del tiempo y la pequeñez humana. Esa soledad, sumida en el crepúsculo, es la misma que da fin a estas páginas escuetas y conmovidas. Páginas donde un hombre horizontal formula y añora, acaso como en Durero, la antigua verticalidad del mundo.

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