Una vida en llamas

La holandesa afincada en Inglaterra Sacha Polak vuelve a contar con Vicky Knight, una actriz marcada por sus quemaduras que ya en Dirty god se ponía al servicio de un relato de autodestrucción y segundas oportunidades protagonizado por una mujer desfigurada después de que su marido la atacara con ácido.

Su cuerpo mancillado y deforme vuelve a ser el epicentro para una nueva historia con trasfondo trágico (aquí un incendio) y cierto sesgo tremendista que se va abriendo paulatinamente a lo inesperado desde unos presupuestos afines a ese realismo social británico de nuevo cuño que se mira en Andrea Arnold o Lynne Ramsay como referentes en el retrato de un universo de clase obrera filmado con tanta dureza como cierto aliento lírico.

Un cuerpo que se expone sin pudor como centro desde el que narrar lo que en principio parece una historia de venganza en búsqueda de los responsables del incendio que destrozó a una familia (una madre postrada, un padre que abandonó el hogar para formar otra, una hermana confusa), pero que se abre paulatinamente a encuentros que llevan poco a poco a nuestra enfermera al descubrimiento de su identidad sexual y la aparición de una segunda familia donde otros personajes desarraigados y huérfanos, se unen en una extraña convivencia que apunta a la redención del dolor común.

Polak le pone cierto nervio y verdad al asunto, mira con detalle y atmósfera los rincones de la periferia urbana y busca el mar, un mar frío y sucio, como horizonte de liberación para unos personajes movidos por un destino contra el que se resisten. En el camino queda algo de inevitable cliché post-realista, pero también la autenticidad de unos cuerpos, unos gestos y unas miradas que buscan una salida más allá de lo escrito.