La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Historia y coronavirus
"La más fatal desdicha, la más lamentable historia, miseria de un formidable castigo…" Así arrancaba la Copiosa Relación que compuso un fraile anónimo en ocasión de la epidemia de peste de 1649 que diezmó la población de Sevilla dejando a su tierra desolada cual Babilonia borrada del mapa. No era la primera vez que el mal negro visitaba la ciudad con su pavoroso cortejo de hambre, pobreza y destrucción. Lo había hecho, sorpresivamente, en 1348, probablemente a través de las galeras genovesas procedentes de levante que aprovisionaban de especiería la Península Ibérica. Las ratas de las bodegas, infectadas de pulgas, fueron eficaces transmisores de la enfermedad. La misma ruta mediterránea había seguido el morbo bubónico en el siglo II de la era cristiana, procedente de Mesopotamia, cuando Marco Aurelio incorporó la lejana provincia oriental al Imperio. Según el testimonio del historiador Dion Casio fueron los legionarios romanos los primeros en sufrir los efectos de la epidemia.
La dura experiencia de la Peste de los Antoninos puso a prueba, como ahora el coronavirus, la práctica médica del momento y Galeno que la conoció en Roma en el año 166 pudo describir sus síntomas en su Methodus Medendi destacando la sequedad, la tos virulenta y los esputos de sangre seguidos de diarrea entre los más significativos. Juan de Aviñón, médico avecindado en Sevilla cuando estalló la primera secuela de la Peste Negra, coincide en la etiología del griego al retratar un probable brote de peste septicémica: "en el año [1353] comenzaron por mayo dolencias muy agudas de cólera con frenesís e con síncopes e grandes accidentes". El escritor converso aporta además en su Sevillana medicina una valiosa cronología del ciclo de propagación y morbilidad de la pandemia registrando los ecos de 1359 y 1364. No fueron los últimos de la baja Edad Media. El siglo XV sufrió aún cuatro fuertes embates entre 1450 y 1482. Y la centuria del capitalismo mercantil vio ensombrecida la epopeya de Magallanes-Elcano con la crisis epidémica de 1522 a la que siguieron las recias oleadas de 1564 y 1588, funestos presagiode la terrible Peste Atlántica de 1599.
En aquel momento ya se sospechaba que había alguna relación entre la rata negra y los típicos bubones que aparecían en las axilas y en la ingle de los enfermos como nefandas divisas que anunciaban una muerte segura. Pero la causa del mal no se sabía explicar. Esto no fue posible hasta la revolución pasteuriana del último cuarto del siglo XIX cuando pudo aislarse el germen patógeno que la generaba: la Pasteurella pestis. Y pocos años después, gracias a las investigaciones del japonés Saburo Kitasato y del suizo Alexander Yersin, la principal vía de transmisión del bacilo hoy conocido como Yersinia pestis que apareció en el tejido de ratas y humanos fallecidos durante la peste china de 1894. No abundaremos en las consecuencias que implicó este avance que permitió determinar la trazabilidad del mecanismo de propagación de la peste, evidenciando la validez del concepto de unificación microbiana que el historiador Le Roy Ladurie aplicó al continente euro-asiático en los siglos XIV-XVII.
Para los sevillanos que padecieron el contagio de 1649 poco importaba. Las razones de sus desdichas eran otras. El paradigma médico de tradición hipocrática señalaba el empeoramiento de la calidad del aire o la ingestión de alimentos en mal estado como causas inmediatas que podían provocar la enfermedad, a consecuencia de una alteración previa del equilibrio medioambiental ya fuera por causas exógenas (una conjunción astral adversa) o naturales (terremotos e inundaciones). Los sevillanos sabían, por experiencia, que a los años de riada seguían meses de hambre y enfermedad. Y hasta el paso de un cometa podía ser pronóstico de la fatalidad. La razón última de tantas tribulaciones y la confianza en superarlas estaba, sin embargo, en manos de la Providencia que castigaba la conducta desviada de los hombres pero también los ponía a prueba para hacerlos merecedores del premio eterno, deteniendo el azote por su infinita misericordia. Aliviado el contagio en los meses de otoño de 1649 la Iglesia de Sevilla organizó solemnes procesiones de acción de gracias en las que se entonó el Te Deum Laudamus, ofrenda de reconciliación después de la expiación de los pecados.
Las crónicas de la época evocan, en toda España, la respuesta de las autoridades al contagio que nos recuerdan, en lo sustancial, las medidas que estos días aplican los gobiernos de todo el mundo para frenar la pandemia del Covid-19. Al cierre de casas infectadas, la quema de las ropas y el traslado de los enfermos pobres a morberías alejadas de la ciudad, seguían otras menos populares: el entierro de los cadáveres en fosas comunes o el control de paso de personas y mercancías que se aplicó en la frontera del principado de Cataluña en 1651. El incumplimiento de estas órdenes acarreaba castigos pecuniarios y hasta penas de galeras. Pues no era tarea sencilla mantener el orden y la disciplina, evitar saqueos y tumultos, en una ciudad asustada y hambrienta.
En marzo de 1709, mediada la Guerra de Sucesión, pareció que regresaba la pestilencia a Sevilla, algo que nunca había sucedido al final de un gélido invierno (hoy sabemos que el bacilo de la peste solo prospera en condiciones de relativo calor y humedad). Recuerda el cronista José Aldana y Tirado que el 17 de enero de aquel año "era imposible mouerse una persona de frío y las calles se vieron casi desiertas". A las bajas temperaturas siguieron las lluvias y el río se desbordó dos veces. Pronto se declararon los primeros enfermos: temblores, vómitos… y sin que hubieran pasado dos semanas, la muerte; sin embargo, los cuerpos no presentaban las manchas tumefactas de la peste negra. Aún hoy se discute sobre la naturaleza de esta pandemia que recorrió todo el arco atlántico desde Canadá a Inglaterra, del Báltico a la Península Ibérica. Probablemente fue un brote gripal, el primero de la era pre-virológica del que poseemos abundantes testimonios históricos.
Todavía conoció Sevilla fuertes oleadas epidemiológicas en el siglo XIX que Philip Hauser inventarió en sus Estudios médico-topográficos. La epidemia de fiebre de 1800 provocó una altísima mortandad. Del cólera morbo que nos visitó en 1833 dio noticia el antiguo Diario de Sevilla declarando los primeros casos detectados en Huelva. Un buque procedente de la Habana pudo introducir el brote de cólera que persistió en el fatídico trienio de 1854-56 y el temible huésped regresó, esta vez, desde Malta vía Gibraltar en 1865. Las pésimas condiciones de higiene y salubridad facilitaban su propagación en Triana y los arrabales de los Humeros, Cestería y Carretería, próximos al río. Y picos intolerables de defunciones se acusaron entre los pobres y las mujeres. Aquella ciudad inerme que cartografió Carlos Arenas apenas levantaba cabeza cuando recibía una nuevo embate epidémico. Y así hasta la epidemia de gripe de 1918, la gripe española, último caballo de un apocalipsis que nunca quisiéramos repetir.
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