Los que siembran en el cielo

Ángel Olgoso publica 'Las frutas de la luna', una nueva muestra de su singular quehacer narrativo, páginas en las que se propone "llegar a lo más grande de la mano de lo más pequeño".

Retrato del escritor granadino Ángel Olgoso (Cúllar Vega, 1961).
Retrato del escritor granadino Ángel Olgoso (Cúllar Vega, 1961).
José Abad

21 de abril 2013 - 05:00

Las frutas de la Luna. Ángel Olgoso. Editorial Menoscuarto. Palencia, 2013. 216 páginas. 17,50 euros.

En el segundo número de la revista Ficciones, correspondiente a los meses de abril y mayo de 1995, un servidor publicó su primer microrrelato (Entonces todavía no se llamaban así). En la misma página se incluía otra pieza -muy superior a la mía- firmada por un tal Ángel Olgoso; era la primera vez que reparaba en este nombre. Unos años más tarde, en la Feria del Libro de Granada de 1999, adquirí un volumen que recogía buena parte de su producción previa: Granada, año 2039 y otros relatos (Comares). Lo devoré en unas pocas tardes, impresionado por la maestría narrativa mostrada por el autor; a la extrema inventiva de unas tramas sorprendentes, había que sumar el rigor franciscano de la escritura, siempre al borde del Maelström romántico, presta a la cuchillada gótica, atraída por el desgarro kafkiano. Quizás se hagan una idea de cuánto me sedujo Granada, año 2039 y otros relatos si afirmo que al marcharme a Palermo (Sicilia) en septiembre de aquel año, era uno de los pocos títulos que encajé en la maleta. Lo releí en los meses siguientes, de manera más pausada, superando felizmente la espinosa prueba de la relectura.

Mi estancia de un año en Palermo acabó convirtiéndose en una estadía de un lustro; luego viví a caballo entre Granada y Treviso y, a pesar de mi solemne promesa de vigilar de cerca a tan intrigante escritor, acabé por perderle el rastro durante un tiempo. Olgoso volvió a cruzarse en mi camino al reseñar yo Los demonios del lugar (Almuzara), vencedora del I Premio Internacional de Terror Villa de Maracena. La lectura hizo fermentar nuevamente la levadura de mi afección. Leí las obras que tenía pendientes -Cuentos de otro mundo (Dauro) y Astrolabio (Cuadernos del Vigía)-, en espera de nuevas muestras de este talento impar: La máquina de languidecer (Páginas de Espuma) y, ahora, Las frutas de la luna (Menoscuarto). Al autor no lo conocí inmediatamente, y me encontré con un individuo tan singular como su literatura, una persona discreta en un mundo de exhibicionistas, de rasgos más germánicos que mediterráneos (Olgoso no esconde cierta vanidad al hablar de su barba blonda).

Respecto a sus obras precedentes, afirma Olgoso, Las frutas de la luna responde a "un claro afán totalizador, una visión panorámica de la especie". Y añade: "La idea es llegar a lo más grande de la mano de lo más pequeño, partir de lo diminuto para abarcar el cosmos entero. Contemplar el planeta -en palabras de Chateaubriand- como un insecto microscópico inadvertido en el pliegue del manto del cielo". Unas altas miras colmadas por unos excelentes resultados. Desde el primer relato, Contraviaje, una delicadísima muestra del horror cósmico en donde asistimos al paciente desmantelamiento del universo de la mano de dos aplicados menestrales, hasta el último, La Montaña de los Gigantes a la caída de la tarde, una especie de poética elaborada a partir del ejemplo del artista Caspar David Friedrich, todo es excelso, exigente y exquisito en este volumen, una nueva vuelta de tuerca en su peculiar quehacer narrativo. Desde La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos hasta Los túmulos, sendas alegorías sobre la condición humana, Olgoso demuestra que no hay bisturí más a propósito para herir la turgencia de eso que algunos llaman alma.

Y es que, en contra de cuanto repiten los eslóganes más sobados, la fantasía no es un pasadizo oculto tras la cortina para escapar del salón ahíto de la realidad. Se equivocan, si no mienten arteramente, quienes esto dicen. Haga lo que haga, el hombre sólo hablará de sí; no nos ha sido dado el poder huir de nosotros. Y lo invisible es sólo un aspecto de lo visible, como el silencio lo es del mundanal ruido; el hombre no puede prescindir de cuanto sueña, so pena de convertirse en un ser escindido e incompleto. En palabras del propio Olgoso, la literatura fantástica nos permite "mostrar el envés de la realidad; iluminar esa parte menos luminosa de la existencia que, de manera distorsionada como una sombra, acompaña a lo visible; trasciende nuestra conciencia, nuestra condición humana. Spinoza decía que el universo consta de infinitas cosas en infinitos modos: la literatura fantástica da cuenta de esa diversidad abrumadora, de esos universos vislumbrados".

Los que, como Ángel Olgoso, siembran en el cielo, y no en la tierra, recogen sus cosechas en la luna, y no en el surco, pero el lector avisado sabe cuán sabrosos son los frutos que crecen en un terreno tan fértil.

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