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El discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua (RAE) del Marqués de Luca de Tena fue un elogio a la ciudad de Sevilla y a la obra de los hermanos Álvarez Quintero, que se habían sentado en esta institución en los años 20. [“Voy, pues, a intentar presentaros un cuadro maravilloso, marco y pintura, que desde niño tengo yo pendiente en una pared de mi corazón. El marco es Sevilla. El lienzo, prodigiosamente pintado con recias pinceladas de óleo y suaves tonos de acuarela, es el Teatro de los Quintero”]. Así se dirigió Juan Ignacio Luca de Tena a los académicos en 1946.
Dos décadas antes la citada academia había incorporado a Antonio Machado y diez años después a su hermano Manuel, sevillanos ilustres que ocuparon sillones en la RAE. El citado periodista, que ostentaba el título nobiliario, no era sevillano, sino madrileño de nacimiento, pero fue elegido diputado de las Cortes por Sevilla en 1923, acta a la que renunció años después para hacerse cargo de la empresa familiar y fundar la edición del periódico ABC de Sevilla.
Antes de su ingreso figuraban ya en la nómina de la academia treinta sevillanos de nacimiento. La RAE se fundó en Madrid en 1713, bajo el reinado de Felipe V y por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga, inspirada en el modelo de la Academia Francesa y con el propósito de “trabajar al servicio del idioma español”, según recogían sus estatutos. Tres sevillanos fueron académicos en estos inicios: Gabriel Álvarez de Toledo, Antonio Dongo y Adrián Conink. El primero, también Dongo, formó parte de la nómina que el Diccionario de autoridades, primer repertorio lexicográfico publicado por la RAE entre 1726 y 1739, recoge en sus preliminares. Desde 1711 formaban parte de un reducido grupo de tertulianos que se reunían con el marqués de Villena en su palacio de las Descalzas Reales. Álvarez de Toledo fue secretario del rey y primer bibliotecario mayor de la Real Librería, que luego sería la Biblioteca Nacional. A los seis meses de ingresar en la RAE falleció, dejó vacía la silla C y, años después, se imprimió la obra poética de quien fue considerado “uno de los buenos poetas del Setecientos”.
En 1711 ocupó también sillones Antonio Dongo (silla H), hombre de la alta administración y del Gobierno de Felipe V, que se encargó de concluir algunas de las obras que Álvarez de Toledo dejó pendientes en la academia. A diferencia de los anteriores, Adrián Conink, clérigo y filósofo, no fue fundador, sino uno de los académicos de número. De él son algunos de los primeros trabajos de ortografía.
En los años sucesivos fueron ingresando más sevillanos. Entre ellos, Juan Curiel, que permaneció 60 años en la RAE. Este político, que llegó a ser ministro honorario del Consejo de Castilla y del Supremo de la Inquisición, fue nombrado juez privado de imprentas por Felipe VI. En 1715 llegó Pedro Verdugo de Albornoz, natural de Carmona y conde de Torrepalma. Y cinco años después, José Montealegre y Andrade, secretario de Estado, consejero del Rey de las Dos Sicilias y embajador ordinario del Rey de España en Venecia, donde falleció. Menos se sabe, salvo que nació en Sevilla, de otro académico que ingresó en 1731: Jacinto de Mendoza, mercedario, predicador real y escritor.
Azorín y Pío Baroja. Cada uno caminando por separado por un escenario de Madrid. Las fotografías, en un mismo marco, centran la atención del visitante en una de las exposiciones programadas con motivo del XVI Congreso de las Academias de la Lengua Española. Con el título de En blanco y negro: otras miradas académicas, la muestra recopila un paseo, a través de las primeras fotografías realizadas en España, por la vida cotidiana e institucional de los académicos y de la corporación. Desde los tempranos retratos, en las famosas cartes de visite, pasando por acontecimientos sociales, escenas familiares y de la vida corporativa, la elección de las primeras académicas y una galería de todos los directores…, hasta terminar con las antiguas fotos del edificio de 1892, que continúa siendo la sede institucional.
Después de veinte años sin más representación en esta ilustre academia, ingresó Martín Ulloa, del que existen pocos datos. Y la nómina de académicos volvió a recuperarse a finales del siglo, en 1790, con Pedro Téllez-Girón, Antonio Porlier y Ramón Cabrera. El primero era un Grande de España, el Gran Duque de Osuna, amigo de Francisco de Quevedo, quien le dedicó varias obras. Los otros dos no eran sevillanos de nacimiento, pero sí desarrollaron su carrera en la capital. Porlier, canario, empezó a estudiar gramática con los jesuitas en Sevilla con 13 años para acabar siendo doctor en cánones y miembro de varias academias. Mientras que Cabrera, sacerdote segoviano, fue canónigo de Olivares y biblitecario de la Casa de Alba. En 1814 fue elegido noveno director de la RAE, aunque en cuestión de meses fue destituido y expulsado por Fernando VII y volvió a ser admitido durante el Trienio Liberal. Acabó sus días en Sevilla. En 1798 ingresó en la institución Joaquín Juan Flores, jurista militar y miembro también de la Academia de las Buenas Letras de Sevilla.
Ya en el siglo XIX el perfil de los académicos comenzó a cambiar. Los militares, políticos y nobles dieron paso a poetas y periodistas. En 1814 ingresó en la RAE Tomás González Carvajal, hijo de una familia sevillana acomodada que estudió Filosofía, Teología y Jurisprudencia. Como curiosidad, en 1785 pasó a la Corte y defendió, probándolo con documentos históricos, que la Universidad de Sevilla debía contarse entre las mayores del Reino.
Descendiente del humanista Antonio de Nebrija era José del Castillo y Ayensa, lebrijano que ingresó en la RAE en 1830. Fue abogado en la Real Audiencia y secretario y confidente de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y llegó a ejercer una función de diplomacia ante la Santa Sede. Tres años después, la academia recibió a Alberto Lista, niño superdotado que se crió en una fábrica de telares de seda de Triana. Hábil en Matemáticas y Humanidades, muy joven se convirtió en profesor del Real Colegio de San Telmo. Luego fue ordenado sacerdote e inició una carrera como periodista.
También académico fue el jerezano Manuel López Cepero, político español de ideología liberal que fue deán de la Catedral de Sevilla y académico de Buenas Letras y Bellas Artes en Sevilla, lo que explica su fuerte conexión con la capital. Ingresó en la RAE en 1847, el mismo año que el ecijano Joaquín Francisco Pacheco, hijo de un escribano municipal , político, jurista y escritor. El sillón S fue ocupado en 1858 por el periodista sevillano Manuel Cañete, apuntador del Teatro principal de Sevilla que llegó a tener un cargo en el Ministerio de Fomento que perdió con la revolución de 1868.
Adelardo López de Ayala, dramaturgo nacido en Guadalcanal, también fue académico en 1870 y desarrolló una carrera política paralela a su literura realista, ejerciendo de ministro de Ultramar durante el Sexenio Democrático y la Restauración.
El autor de Don Juan Tenorio, drama que se desarrolla en Sevilla, también fue académico en 1885. José Zorrilla antecedió unos años al sevillano Antonio María Fabié, hijo de farmacéutico, político, escritor y bibliófilo empleado el Banco de España y que fue nombrado académico de número por unanimidad en 1891. También político conservador y escritor fue Juan Antonio Cavestany, académico ya en el siglo XX (1902), al igual que José María Asensio (1904), con un perfil similar. Este historiador y periodista fue ateneísta y estuvo muy vinculado a Cánovas del Castillo. Académico de la RAE fue el conocido como El bachiller Francisco de Osuna, Francisco Rodríguez Marín, natural de este pueblo sevillano y poeta, folclorista, lexicólogo y cervantista.
Tuvieron que discurrir dos décadas para que ocupasen sillones en la academia ilustres sevillanos como los hermanos Quintero y los Machado. El primero fue Serafín Álvarez Quintero (1920), dramaturgo de Utrera que compartió debates en la institución con su hermano Joaquín, que ingresó en 1925. Antonio Machado fue elegido en 1927 y su hermano Manuel en 1935.
En la nómina también brilló el nombre de Vicente Aleixandre, académico en 1950, que ya había sido Premio Nacional de Literatura en 1934 por La destrucción o el amor, poeta de la Generación del 27 y uno de los Premios Nobel que ha ocupado un sillón en la academia, pues recibió el preciado galardón en 1977. Hoy ostenta este honor Mario Vargas Llosa.
En los años 60 se produjo el ingreso de Manuel Halcón, periodista y político sevillano vinculado a la Falange. Si bien los últimos tres ilustres que han ocupado sillones fueron en 1986 Jesús Aguirre, duque consorte de Alba, relación que le otorga una especial vinculación con Sevilla; Manuel Fernández-Galiano, profesor y helenista sevillano que fue elegido académico en 1987; y Emilio Lledó, filósofo sevillano que ocupa el sillón ele minúscula desde 1994. Fue Lledó uno de los académicos que presentó en 2011 la candidatura de Juan Gil, madrileño pero catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla, que ocupa el sillón dejado vacante por Miguel Delibes.
Además de esta treintena de académicos de la lengua vinculados a Sevilla, la ciudad cuenta en esta institución con otros tres correspondientes, categoría que distingue a personas reconocidas por sus investigaciones, estudios y publicaciones sobre distintas materias relacionadas con la lengua o la literatura españolas. Actualmente son Rafael Cano Aguilar, catedrático de Gramática Histórica de la Hispalense; Antonio Narbona, que ocupa una cátedra de Lengua Española en la misma universidad; y el escritor y profesor, antes político, Antonio Rodríguez de Almodóvar, sevillano de Alcalá de Guadaíra conocido por sus estudios del folclore de transmisión oral.
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