Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Salir al cine
René Clément (A pleno sol), Wim Wenders (El amigo americano), Liliana Cavani (El juego de Ripley), Anthony Minghella (El talento de Mr. Ripley) y ahora Steven Zaillian (Ripley, a secas). El Tom Ripley imaginado y creado por Patricia Highsmith ha atravesado ya más de seis décadas y un buen puñado de secuelas o adaptaciones escurriéndose entre las páginas y los planos con su innata habilidad para la huida y el arte de la invisibilidad y la suplantación fruto de una inteligencia perversa pero también gracias a un azar que suele jugar a su favor.
Nacido en plena Guerra Fría, Ripley responde al perfil del perdedor con conciencia, del pícaro habilidoso en busca de una identidad que le permita sobrevivir en la jungla del nuevo orden, trepar desde su condición de desclasado y mirarse en aquellos que han tenido más suerte en la vida, una suerte de cuna que él, huérfano, solitario y errante, aspira a construirse para sí mismo a toda costa.
En su extraordinaria serie de ocho capítulos para Netflix, el guionista de prestigio (La lista de Schindler, El Irlandés) y director (En busca de Bobby Fisher, The night of) Steven Zaillian ahonda en las raíces neoyorquinas del personaje antes de llevarlo al terreno de la charada y el engaño en una Italia (cinematográfica) de principios de los sesenta donde los turistas americanos aún podían esconderse para vivir el dolce far niente.
Pero es allí, bajo el influjo de Caravaggio y en unas ciudades (Atrani, Nápoles, Roma, San Remo, Palermo, Venecia) y unas arquitecturas reimaginadas a mitad de camino entre Antonioni y Hitchcock, donde el oscuro Ripley que encarna Andrew Scott construye paso a paso, estrategia a estrategia, crimen a crimen, huida tras huida, falsificación tras falsificación, el perfil complejo, ambiguo y ambicioso que lo convierte, por así decirlo, en su propia obra maestra.
Zaillian traza el mundo de Ripley desde un expresionismo formalista muy alejado de sus predecesores, en un hermoso blanco y negro neoclásico, enmarcando a su protagonista en encuadres, espacios, paisajes y arquitecturas sobre las que se proyecta ese solipsismo cuya lógica debemos asumir como parte del juego del gato y el ratón que, en este caso, cuenta con todas nuestras simpatías como testigos del gran arte del escapismo.
En su impecable estructura narrativa, la serie se reserva empero un tiempo especial y dilatado para los dos grandes crímenes de Ripley. Casi un capítulo ocupará el primero de ellos a mar abierto, y casi otro el segundo en un apartamento de Roma, no precisamente en busca del morbo asesino sino como muestra de la extrema dificultad que supone asesinar a sangre fría y hacerse cargo luego del cadáver y borrar las huellas de crimen.
Desprovista del componente homoerótico y sensual que atravesaba la luminosa y veraniega versión de Minghella con Damon y Law, distanciada y minimalista, con unas sutiles dosis de humor negro a costa del paisanaje local (de la portera que encarna Margherita Buy al comisario que interpreta Maurizio Lombardi), la serie de Zaillian se refugia en el propio clima de sus formas visuales, metáforas y referencias a la historia del arte, en el esplendor decadente de los edificios y palacios, en la estrechez y la nocturnidad de las callejuelas o los arrabales, para desplegar un viaje hacia la zona oscura del hombre acorralado que se resiste a ser atrapado y que sólo encuentra en la transfiguración y la suplantación constantes el camino hacia su propia identidad.
Que el arte contemporáneo puede ser una pantomima fácilmente parodiable es algo que no se escapa al común de los ciudadanos. Tampoco al cine (The square, de Ruben Östlund) o a series de televisión como la chanante Museo Coconut o esta Bellas Artes creada por los argentinos Duprat y Cohn (El ciudadano ilustre, Mi obra maestra, Nada, El encargado) que acaba de desembarcar en Movistar+.
Prolongando la fórmula de su anterior Competencia oficial, en aquella ocasión a propósito del cine de autor y la vanidad de los actores, Duprat asume el espacio arquitectónico moderno como marco de diseño para un humor lacónico y un tono minimalista que casa bien con el contenido satírico de su propuesta: la llegada de un viejo dinosaurio como director de un imaginario aunque muy reconocible Museo Iberoamericano de Arte Contemporáneo donde la vigilancia de la Ministra de Cultura, las injerencias en la programación, las reivindicaciones de los sindicatos, los caprichos de los artistas, el activismo político, la gestión burocrática o los problemas de la vida personal complican el día a día del nuevo gestor.
Ese nuevo director contra los elementos y la corrección política de los tiempos está interpretado por un extraordinario Óscar Martínez, impasible en el gesto pero desatado en el insulto como única escapatoria a tanto despropósito a su alrededor.
Por si el museo no fuera suficiente, un vecino incordio, un hijo y un nieto que reclaman su atención o una ex-mujer reaparecida terminan de rodear a nuestro héroe moral que también lleva en su mochila todos esos estigmas del viejo orden patriarcal que lo humanizan más si cabe en este circo de las apariencias hecho con materiales de derribo.
Prosigue en Cicus el ciclo dedicado a las relaciones entre literatura (negra) y cine con un clásico del género, La jungla de asfalto (1950), en el que John Huston llevaba a la pantalla la obra de W. R. Burnett, crónica fatalista de la preparación de un robo protagonizada por Sterling Hayden y una joven Marylin Monroe. Será el lunes 29 a las 19:00h. con presentación del novelista Juan Ramón Biedma.
También en MK2 Cinesur Nervión prosiguen los ciclos de cine clásico y cine de culto. Tal vez sea algo atrevido considerar Forrest Gump (1994), de Robert Zemeckis, como un clásico, pero bueno, pueden recuperarla si gustan en pantalla grande con todos sus Oscar a cuestas el martes 30 a las 20h. Menos dudas sobre su carácter de culto nos plantea la divertida y alocada comedia de los hermanos Coen Arizona baby (1987), homenaje a la estética de los dibujos animados de Warner que se podrá ver hoy martes 25 a las 20h.
Mañana se estrena Opus, el último concierto de Ryuichi Sakamoto filmado por su hijo Neo Sora apenas unos meses antes de su muerte el pasado 28 de marzo de 2023. Un repaso íntimo y despojado a su repertorio concebido como testamento en el que el compositor japonés, fiel al elegante minimalismo que le caracteriza, ajusta, desde la fragilidad de sus manos y su cuerpo, la memorable belleza de sus temas más conocidos en un escenario vacío filmado en blanco y negro.
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