"A mí la realidad no me interesa porque no tengo historia ni sé de dónde vengo"
Laura Fernández | Escritora
La autora publica 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus', una de las novelas más singulares del año, divertida, llena de fantasía desbordante y conmovedores bocados de la "tristeza sabia" propia de los niños
Sevilla/Hace 11 años, camino de Oslo, Laura Fernández (Tarrasa, 1981) acabó pasando una tarde en Drobak, un pueblecito nevado de postal en el que, según el folclore noruego, antaño veraneaba Santa Claus. Le pareció a ella que aquel lugar podría estar dentro de un gigantesco souvenir navideño, una de esas bolas que se agitan y se dejan en la repisa, mientras ve uno flotar los copitos de nieve. Y ya no pudo quitarse esa idea de encima, la sensación de que se había abierto una grieta en la realidad y le había mostrado un mundo posible, uno de los infinitos mundos posibles en los que ella vuelca con prosa alegre y exuberante su pasión por la fantasía desatada y el absurdo.
Cinco años ha dedicado la autora de Bienvenidos a Welcome, La chica zombie o Connerland a inventar un sinfín de historias para llenar de vida esa población que, en el Planeta Fernández, no es otra que la siempre desapacible ciudad de Kimberly Clark Weymouth, famosa mundialmente porque allí, años atrás, una escritora famosísima ambientó un clásico infantil titulado La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Pasan tantas cosas en la novela –titulada como la obra maestra de esa autora ficticia y publicada por Random House– que harían falta todas las páginas de este periódico –o las casi 600 que ha dedicado ella, con detalles a todo trapo– para resumirlas.
Digamos entonces solamente que hay un hecho crucial que desata las fuerzas subterráneas en esta historia sobre la soledad, la incomprensión de los demás, el peso del pasado y la necesidad de romper todas las amarras, sobre padres, madres e hijos que lo son torpemente y sobre adultos que no han dejado de ser niños grandes con un agujerito en el pecho que nadie les llena: la decisión de Randal, el encargado de la tienda de souvenirs en torno a la pottermanía de la que vive toda la ciudad, de cerrar la tienda e irse a un sitio totalmente diferente, uno donde, para empezar, parezca verano todo el año.
–Es raro, a estas alturas, dedicar cinco años a un libro. Lo normal es: cada equis tiempo, aquí tienes mi novedad, como una factoría. ¿De qué modo están en los pliegues de la historia sus propios cambios vitales durante todo ese tiempo?
–Imagínese... Han pasado, por ejemplo, muchas cosas con mis dos hijos, el mayor tiene ya 13 años y la pequeña, 8. Y también ha ocurrido mi propia recuperación, porque cuando eres madre luchas muchísimo por no desaparecer... pero durante un tiempo desapareces. Todo eso está de fondo. Yo escribo sin mapa, sin saber nunca dónde voy, y voy convocando el pasado, las cosas que me preocupaban antes y las que me preocupan ahora, porque para mí escribir es un acompañamiento de la vida, una forma de ordenarla. Por eso en este caso partí de la idea de alguien que quiere cambiar de origen, alguien que quiere ser hijo de otra persona y tener una vida llamada a la aventura, no la que lleva, sedentaria y de personaje secundario. Y por el medio se coló una reflexión sobre la maternidad y sobre cómo de incontrolable es el acto de dar vida a un ser humano y a la vez también sobre el acto de crear una novela. Hay trozos del libro que no puedo leer sin llorar porque toca cuestiones que han marcado a fondo mi vida en lo que respecta a mi relación con mis padres y sobre todo con mi madre. Es una parte de mi vida que siempre ha estado un poco descolocada, y por eso la novela está llena de madres y padres que intentan de alguna forma modificar a sus hijos.
–Y de hijos que soportan a sus padres casi como una condena...
–De hecho yo quería escribir un libro sobre ser hijo. Y tengo la impresión de que no hay muchas obras sobre ser hijo. La de Richard Ford lo es, por ejemplo, y se nota además que él no es padre y que es hijo único; su obra entera, de hecho, va sobre hijos únicos que modifican el matrimonio, que sufren por el matrimonio, que están muy solos. Yo también soy hija única, y es una forma distinta de ser hijo, o hija, porque en cierto modo formas parte del matrimonio. Yo no era consciente antes pero me he dado cuenta de que eso, en mi caso, está todo el rato presente cuando escribo.
–La novela es muy divertida y tiene una energía muy alegre, pero el corazón de la historia es amargo...
–Totalmente. Es la más amarga y personal que he escrito. Diría que el libro tiene una tristeza sabia, que es la que tienen los niños. Creo que de niños somos en general más duros, resistimos mejor la tristeza, porque sabemos que en algún momento pasará. Y el libro tiene ese punto. Sí, cuanto más lo pienso más lo veo: es el libro donde he llegado más hondo, también porque he encontrado la forma de llegar más hondo. En otro libros, como Connerland, donde también había una madre bastante compleja, lo que yo quería expresar llegaba como a ráfagas, y en La señora Potter... creo que me acompaña todo el rato el empeño. Ha sido difícil terminarla, muy difícil, sobre todo cuando, al final, aparece la madre de Billy [Madeline, una mujer que dejó atrás a su familia años atrás para dedicarse al arte, y que durante años va enviando a su hijo cuadros de paisajes donde el niño busca el rastro de esa figura ausente y añorada]. Joder, esa parte fue muy difícil domarla. Con esta novela tengo la sensación de que estoy aprendiendo todavía un poco de lo que he soltado en ella. Quizás porque siento que mis novelas van a ser para mis hijos como los cuadros que envía Madeline, la parte de mí que ellos no van a conocer.
–Kurt Vonnegut, un autor muy de su cuerda, decía que el arte debería hacer preferir la vida. ¿Intenta usted hacer eso con sus libros?
–Me sale así. El estilo, como decía Vonnegut también, es fruto de tus limitaciones. Y a mí me sale esa construcción que es arquetípica de las cosas que he leído y donde me he sentido bien, es como si me mudase a esos libros, a esas traducciones que leía de Stephen King, del propio Vonnegut, de Philip K. Dick, me traslado ahí cuando escribo. Sé que es como un español que no existe, pero yo, que vivo mucho más en los libros que fuera, me siento como en casa con estas formas arquetípicas de la literatura que más he leído, de igual forma que por esas lecturas me parecen mucho más reales los personajes que se envían telegramas en vez de llamar por el móvil. Un poco como el cine de Michel Gondry, ¿no?, esa cosa artesanal, tan cálida.
–¿De dónde le viene esa pasión desaforadísima por cierta literatura estadounidense, la creada a partir de los años 60 sobre todo?
–Justo el otro día, hablando con alguien, reparé en que en mis novelas no hay Historia, no hay política, no hay dinero, no hay España, no hay Barcelona, no hay nada. Yo soy hija de emigrantes sin pasado; mi madre no sabe quiénes eran sus padres y los padres de mi padre, andaluces, estaban en el pueblo y no supieron nunca leer ni escribir, no saben qué había en su familia más allá de ellos. Yo no sé si mi abuelos eran de izquierdas o de derechas, no sé nada de mi pasado. Entonces yo creo que me he sentido siempre tan cercana a la literatura americana porque los mitos yo los construyo a partir de mí. La realidad no me interesa porque la realidad a mí no me ha tenido en cuenta: yo no tengo historia, yo no sé de dónde vengo, no puedo dar la cara por la historia de España ni por la de Cataluña, ni me interesa. Parto como de un punto cero en el que de mi pasado sólo sé que mis padres se iban a trabajar y volvían muy tarde de la fábrica, nada más. Y en ese aspecto me siento mucho más cerca de John Fante que de Eduardo Mendoza, por poner un ejemplo. La tradición americana me atrae porque en ella hay muchas historias de gente que llegaron en un barco y no había nada detrás.
–En una época de furor por la autoficción, usted propone fantasía desatada, imaginación sin límites. ¿Algún manifiesto al respecto?
–Lo que me pasa es que tengo un exceso de empatía, todo me genera ternura. Creo que es así porque tengo muy cerca a la niña que fui, y creo también que es una defensa contra el mundo. Fabular constantemente, esté donde esté y como esté. Mi hija, comiendo, a veces hace hablar a los guisantes, se los lleva a la boca y ella dice ah no, me van a comer, y la miro y pienso que es igual que yo. La vida es un lienzo en blanco, puedes verla como un peso, como una comedia o como un montón de posibilidades. Y yo no paro de buscar posibilidades. Creo que, de nuevo, tiene mucho que ver con el hecho de que fui hija única y pasé muchísimo tiempo sola, porque mis padres estaban siempre trabajando y yo me quedaba sola en casa y me pasaba la vida imaginando. Ese mecanismo se me ha quedado como una forma de estar en el mundo. Además, perdemos de vista todo el rato que no tenemos ni idea de por qué estamos aquí y qué coño es este planeta... Quiero decir, podría no haber pasado nada, podríamos no existir, todo esto, este sitio podría ser... absolutamente nada. Pero aquí estamos. Y me gusta disfrutar de esta especie de teatro del absurdo, por eso busco vida en todo, hasta en la pajarita que lleva un personaje.
–¿Que la señora Potter se apellide así es casual?
–No es por Harry, no. Ya me dijo Rodrigo Fresán [uno de los primeros lectores del manuscrito] que debería aclararlo en alguna nota... El caso que lo he intentado varias veces, pero no he leído Harry Potter, no logro entrar. Es por una canción de los Counting Crows que se llama Ms. Potter Lullaby, muy larga, como un relato, preciosa, y siempre que la escucho siento que detiene un poco el tiempo.
–Usted es muy amante de la cultura popular, ¿tiene sentido seguir hablando de alta cultura y baja cultura?
–Yo creo que es el momento en el que deberíamos dejar ya de hacer esa distinción, porque la cultura popular es la que nos forma y la otra es... la que viene después, y a la que vamos a buscar lo que sea. Pero no deja de ser cultura todo. Hablemos de buenas o malas obras, pero no de alta o baja cultura. Todo nos nutre.
También te puede interesar
Lo último