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La sencilla verdad de unas flores

arte

Birimbao recuerda a Paco Cuadrado, fallecido el pasado noviembre, con una muestra que ofrece un registro distinto del creador pero donde persiste la autenticidad que caracterizó su obra

Un autor en búsqueda. Sorprende que un artista fajado en la denuncia se ejercite con esmero en la delicadeza de la acuarela y en el trazo de los ramos de flores.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

11 de junio 2018 - 08:07

La ficha

Paco Cuadrado, '¿Por qué el agua?'. Birimbao Arte Contemporáneo. Alcázares, 5. Sevilla. Hasta el 6 de julio.

Estos trabajos de Paco Cuadrado (Sevilla, 1939-Sevilla, 2017) hay que verlos despacio y en la sala. La galería Birimbao ofrece un cuidado catálogo en la red pero la fotografía no suele recoger lo principal: la huella del agua que en la acuarela hace vibrar suavemente el color, al crear un fondo impreciso entre la pincelada y el papel. Hay que evitar pues en primera instancia la seducción del color para rastrear un fragmento de materia que quedó suspendido en el tiempo.

Una segunda mirada descubrirá la variedad de las obras. Unas parecen formar una suerte de friso. Las flores se extienden en el plano, como abandonadas sobre una mesa que no necesitamos ver porque basta la consistencia de la figura para asegurar la unidad del cuadro. Es cierto que el ojo atento descubre rasgos geométricos en la disposición de las flores, pero pesa más la sensualidad del color: brillante y cálida en los pétalos y frías (azules o verdes) en las sombras que las corolas dejan sobre el papel. Son frisos pero con el vigor de esos motivos ornamentales, pinturas o relieves, que tienen la suficiente fuerza para detenernos la mirada con mayor determinación que las propias figuras.

Otras piezas poseen la estructura tradicional del florero. Casi todos son vasos o recipientes de vidrio. Hacen así justicia al título de la serie,¿Por qué el agua?: cuanto he dicho más arriba de la acuarela se cumple en la transparencia de estos sencillos receptáculos. Todos ellos subrayan su verticalidad: se ofrecen a la mirada con toda sencillez ante un plano también vertical, generalmente desnudo. En ocasiones, es tan nítido el vacío del plano paralelo al recipiente que sólo éste, con su peso, logra flexionarlo, convirtiéndolo en plano horizontal donde tal recipente logra reposar con firmeza. Otras veces, el autor ha preferido incorporar ecos del color, los que las flores dejan en el aire que las rodea, la mesa en la que reposan o las paredes cercanas. Son dos ideas diferentes del espacio. El que subraya el vacío del fondo y el peso del objeto remite a Velázquez, a su Diego de Valladolid y habla de la consistencia de la figura. Los que insisten en los valores atmósféricos, esto es, en la resonancia del color que tiñe aire, paredes y mesa, señalan a la sensualidad impresionista, aunque en estas obras Cuadrado apenas recurre al artificio de las sombras pintadas en el color complementario al de la flor: prefiere un lenguaje más directo, una sensualidad menos elaborada.

Dos cosas sorprenden en esta exposición. La primera es la temática y más todavía la técnica. Sin duda llama la atención que un artista fajado en la denuncia de la pobreza y de la violencia del Estado se ejercite con esmero y cuidado en un género tradicional, los ramos de flores. Pero más llamativo aún es ver la mano de Paco Cuadrado, curtida en el trazo fuerte de Los comensales o en la potente presencia de El abuelo de la pelliza, deteniéndose, casi con mimo, en los finos rasgos de estas acuarelas, en los delgados tallos que se aventuran en el espacio, en el laberinto de los pétalos del clavel, los secretos pliegues de las rosas o el luminoso descaro del jazmín. Hay un aspecto, sin embargo, en el que estas obras se apartan de la tradición: su lenguaje directo que no vela la sensualidad que desprenden las flores. Pero sobre todo, estas obras son convincentes porque poseen la misma carga de verdad que las recias figuras de Estampa Popular. La mejor pintura de Cuadrado siempre estuvo cruzada por la verdad. También ocurre aquí. Tal vez por eso sus flores, a diferencia de algunas piezas del género, no subliman la sensualidad: sencillamente la manifiestan.

El segundo aspecto que puede sorprender surge de las condiciones en las que el autor ha ido desgranando estas obras. Su salud le impide la libertad de movimiento de otros momentos y le dificulta, si no imposibilita, el trabajo con formatos amplios y técnicas más laboriosas. Pero no renuncia a pintar. Cuadrado, como se indica en el catálogo, tenía bien aprendida una enseñanza central de D. Miguel Pérez Aguilera: que la labor de un pintor es pintar. En ese encuentro cotidiano con la pintura se hace el pintor. No sólo adquiere destreza sino descubre ideas, porque sólo en la confrontación con el lienzo, el papel y los pigmentos maduran algunas propuestas u otras, "largo tiempo soñadas", le sorprenderán de repente. Se dice que Caspar David Friedrich, afectado ya por una grave enfermedad, pintó El gran coto de Dresde, para algunos el mejor resumen de su pintura. Cuadrado vivió tiempos demasiados agitados para que su ejecutoria pudiera resumirse en una obra pero estas acuarelas dejan constancia de una voluntad: la búsqueda de un arte que desde muchos y diversos lenguajes señale que otras formas de vida son posibles. La sencilla verdad de estas obras tal vez sea la otra vertiente de alguien que nunca perdió el afán de la utopía.

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