"Los sembradores del odio de 1936 siguen ahí, sólo que más controlados"

jAVIER cercas. escritor

El escritor regresa a la Guerra Civil en 'El monarca de las sombras', una novela en la que ahonda en el pasado franquista de su familia y en "la herencia" de la contienda que pervive aún.

Javier Cercas (Ibahernando, 1962), durante la entrevista en un hotel de Sevilla.
Javier Cercas (Ibahernando, 1962), durante la entrevista en un hotel de Sevilla. / José Ángel García
Francisco Camero

08 de marzo 2017 - 08:05

Sevilla/Se llamaba Manuel Mena, fue un falangista entusiasta y su muerte con tan sólo 19 años en la batalla del Ebro, en septiembre de 1938, lo convirtió en el mártir oficial de una familia de modestos propietarios rurales, ni por asomo ricos ni tampoco pobres de solemnidad, de una pequeña población de Cáceres, Ibahernando. A esa familia pertenecía el primer alcalde franquista del municipio y en el seno de la misma nació en 1962 Javier Cercas, el futuro escritor de gran éxito, el futuro columnista de izquierdas, el futuro autor de una novela sobre la Guerra Civil, Soldados de Salamina, cuyo fenomenal éxito trascendió el ámbito meramente literario. Ahora, 16 años después de aquel libro, Cercas, cerrando un círculo, regresa en El monarca de las sombras (Random House) a ese terreno resbaladizo, lleno de zonas de sombra y ángulos ciegos, para tratar de averiguar qué llevó a aquel muchacho, tío abuelo del novelista, a acabar muriendo "en el lado equivocado de la historia", y por qué a él le costó tanto digerir esta herencia familiar envenenada.

-Así que este es el libro que siempre quiso escribir, antes incluso de saber que algún día querría ser escritor...

-¡Es que es verdad! Es un libro importante. Es una historia que he tenido siempre en la cabeza, de esas que, justamente por ser familiares, vuelven una y otra vez. Cuando acabé sentí que había dicho la cosa más importante que yo tenía que decir, o al menos algo muy importante. Tuve la sensación de ¿y ahora qué digo?

-¿Fue más complicada la investigación en sí, pues su tío abuelo apenas dejó rastro, o ese bochorno que a usted le provocaba el franquismo de su familia?

-Era una vergüenza muy antigua, diría que adolescente. Mi familia no estuvo en el lado de los buenos, así de claro. Con eso nadie puede estar contento. Yo quería entender lo que hicieron, creo que ese es el deber que tenemos todos: entender; que no es justificar, es exactamente lo contrario. Entender es darte los instrumentos para no cometer los mismos errores, esa es la única manera, no hay otra. Hace poco dijo [el primer ministro francés Manuel] Valls que no hay nada que entender en los yihadistas. ¿Cómo que no? Es como decir que no hay nada que entender en una bomba; más te vale entender su mecanismo, porque de lo contrario no podrás desactivarla.

-Es muy significativo el silencio de su familia en torno a su tío abuelo. En cuántas otras se habrá dado o seguirá dándose ese tabú impenetrable...

-Flota en las familias, en todas, una especie de niebla en relación con la guerra. Y es lógico. No han querido hablar y tienen todo el derecho porque fue terrorífico. Pero nosotros tenemos la obligación de saber porque es una herencia con la que cargamos. De hecho, este libro no habla sólo de la Guerra Civil, sino sobre todo de la herencia de la Guerra Civil.

-Esa herencia sigue siendo una fuente de conflicto para la sociedad española. ¿Qué falla?

-Es lógico: si no estamos de acuerdo con nuestro pasado, si no sabemos de dónde venimos, no sabemos a dónde vamos, ni podemos estar de acuerdo con nuestro presente. Sobre todo porque ese pasado no ha pasado todavía. Ocurre en cualquier sitio donde haya habido una guerra, todo el mundo tiene problemas con su pasado, pero nosotros lo hemos gestionado peor. Claro que en otros países, por ejemplo, no hubo 40 años de dictadura. Es evidente que este libro conecta con Soldados de Salamina; de qué modo: si en aquél se reivindicaba la herencia republicana, que es la que yo creo que hay que reivindicar, en éste hay una asunción de mi propia herencia. Sí, yo reivindico la República, pero he de hacerlo sabiendo de dónde vengo. Pero es que todo el país viene del franquismo, ¿de dónde viene, si no?; unos de una manera y otros de otra, pero de ahí venimos. Pero cuando se trata del pasado, colectivo o individual, nuestro instinto inmediato es edulcorarlo, enmascararlo, esconderlo. En gran medida aquí hemos inventado un pasado a nuestra medida. Y qué digo yo en este libro: afrontemos el pasado con la mayor honestidad, con el mayor coraje, con la mayor complejidad posible, pero no el pasado bonito, sino el feo.

-Se pregunta usted si podría afirmar ser mejor que su tío abuelo, y concluye que uno puede estar políticamente equivado, pero no estarlo moralmente... ¿Estamos preparados como sociedad para comprender o siquiera para formular una pregunta así?

-A ver, de entrada, debemos decir y sabemos que la razón política la tenía la República. Dicho esto, ¿significa esa afirmación que todos los republicanos eran excelentes personas? Por supuesto que no. Hubo quienes asesinaron a bastantes miles de curas y monjas, por poner un caso, y esos no eran gente decente. Eran canallas de las buenas causas, y desgraciadamente toda buena causa tiene sus canallas. A la inversa, había gente que se equivocó políticamente, que se puso del lado franquista pero creyó de buena fe que esa era la solución. Yo me he pasado media vida investigando sobre este chaval, creo conocerlo, y no tengo ni una sola razón para pensar que Manuel Mena era moralmente peor que yo; al contrario, las tengo todas para creer que era mejor que yo, porque él, entre otras cosas, fue capaz de algo que yo felizmente no me he visto obligado a hacer, que es jugarte la vida por los valores en los que creo. Ahora bien, políticamente se equivocó, no hay nada que reivindicar de él en ese sentido. La razón política estaba del lado exclusivamente de la República, pero la razón moral estaba distribuida, como ha ocurrido en todas las guerras y la nuestra no es una excepción. Si nos pusiésemos de acuerdo en esto, todo cambiaría, ése es el acuerdo básico que en mi opinión necesitamos.

-Pronostica David Trueba en el libro que le van a caer "hostias hasta en el carné de identidad" por volver a escribir sobre la guerra. De momento no le han caído demasiadas, ¿no?

-No, no... Por otro lado, David dice eso pero luego cambia de opinión, cuando entonces era yo el que tenía muchas dudas. Pero vamos, si me caen, pues vale. Como persona yo puedo ser razonablemente cobarde, pero no como escritor. De todos modos, hay gente que adora la falta de complejidad: se llaman fanáticos. Si hablas de "razón política y razón moral", te vienen a gritos: "¡Esto qué es, esto qué es!" Creo que fue Lidia Falcón la que dijo que yo era un fascista porque mi libro habla de un fascista. En fin. Ése es el nivel... En el libro no se dice que Manuel Mena tuviera razón; es más, se dice lo contrario, incluso en la contraportada se dice, vamos, que no tienes ni que leer el libro para saberlo. El problema es, como siempre, la gente que no quiere que nos pongamos de acuerdo y que parece necesitar enemigos para vivir.

-Hay una idea fundamental en este libro y en toda su obra: el pasado que no pasa nunca del todo, que sigue siempre con nosotros, como una dimensión del presente. Siendo así, ¿perviven de igual modo entre nosotros ciertos fantasmas de aquellos tiempos?

-Los sembradores y mercaderes del odio que triunfaron en aquella época siguen ahí, sólo que ahora los tenemos un poco más controlados. Están en España y en todas partes. Por eso es bueno tener el pasado siempre presente a pesar de lo que digan todos esos que te sueltan a las primeras de cambio clichés ridículos del tipo hablar del pasado es reabrir heridas, como si estuvieras invocando a los fantasmas. Y no es eso, es exactamente lo contrario. Si lo olvidas, entonces es cuando estás preparándote para que regresen. Ahora, de hecho, estamos volviendo a los años 30, y no es que lo diga yo, es que es una obviedad que se manifiesta de manera transparente.

-Constato que en los últimos tiempos, desde ciertos sectores de la izquierda, la han tomado con usted, acusándole del pecado del revisionismo en su interpretación de la Transición, de ofrecer una interpretación indulgente con los franquistas al hacer recaer sobre todos los españoles la responsabilidad de la reconciliación, como si todos hubieran sido culpables por igual de la guerra. ¿Qué dice usted?

-[Se ríe] Qué voy a decir. Que es una mentira total, un ejercicio de posverdad flagrante, mentir a conciencia o sencillamente no haberme leído. Es un invento de canallas que mienten como canallas. Nunca, jamás, ¡nunca! he dicho algo así, millones de veces lo he repetido, por supuesto que la guerra no fue culpa de todos. Pero sabes qué pasa, que de eso me acusa gente que estigmatizaba la palabra reconciliación. Algunos hispanistas americanos, conozco a más de uno, y algunos jovencitos de ahora lo dicen, que aquello fue una cosa de mariconas que se bajaron los pantalones... Yo lo que sé es que en aquellos años quienes estaban contra la reconciliación eran Milans del Bosch y compañía, que no querían de ningún modo que dejara de haber vencedores y vencidos, y ETA, que estaba matando todo el día. Y además, qué coño, si la reconciliación fue una aportación del Partido Comunista, de gente que padeció años de cárcel y exilio tras una guerra durísima. Pero ahora vienen unos, desde la comodidad que les da vivir en una democracia, y dictaminan que no, que aquello no. Hombre... ¿Y qué querían entonces, que nos matáramos otra vez? Que digan al menos a favor de qué están. Pero resulta que el problema es mío: soy el Equidistante Profesional, ¡soy Reconciliator! [se ríe] Para la panda de mentirosos y sinvergüenzas, si no dices que todos los republicanos fueron buenos y que ninguno mató, y que todos los franquistas eran malos y todos se dedicaron a matar, si no dices que los fascistas tenían cuernos, entonces eres un revisionista y un equidistante. Pero quiero volver a la Transición: aquello salió bien no porque fuera un pacto de olvido, que es uno de los grandes clichés, sino exactamente al contrario: fue un pacto de recuerdo. Hubo un pacto para no usar políticamente el pasado, que es muy distinto. Por favor, si todo el mundo tenía presente la guerra, desde Carrillo a Suárez pasando por tu padre y el mío. Por eso salió bien. O razonablemente bien, porque yo también detesto a los triunfalistas que presumen del ejemplo que dimos al mundo, lo cual es falso y estúpido.

-¿Hemos dejado de comprender en qué consiste la naturaleza del fascismo? Se diría que hay muchas señales alarmantes...

-Eso me temo. Somos todos unos analfabetos por culpa de esa dictadura del presente de la que hablo siempre. Olvidamos más, y a más velocidad, que nunca. ¿Qué era el fascismo? Los fascistas no tenían cuernos, no, eran de hecho la moda, lo contracultural, los rebeldes; era la nueva política. Sí... Y la vieja política qué era: la democracia, el parlamentarismo, una cosa de viejos, corrupta. Hablaba antes de los años 30. Muchas cosas de entonces se repiten hoy: el uso de la mentira en dosis masivas, las ideologías redentoristas, épicas, sentimentales, anticapitalistas, antisistema, explicalotodo, los grandes líderes carismáticos y las grandes soluciones mágicas para todo, la no existencia de las derechas ni de las izquierdas y el pueblo contra las élites, cosas que por cierto ya decía José Antonio en sus discursos, etcétera, etcétera... En fin, esas ideologías que prometen el paraíso y llevan al infierno, in-de-fec-ti-ble-men-te, han vuelto, y lo han hecho con su disfraz de rebeldía, de juventud y de novedad.

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