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La sed | Crítica

La escritora argentina Marina Yuszczuk se suma a la nueva ola de vampirismo feminista con 'La sed', una novela con aires de fábula muy apreciable y dotada de interesantes hallazgos

Ilustración de D. H. Friston para 'Carmilla', de J. Sheridan Le Fanu (1873). / D. S.
Luis Manuel Ruiz

16 de mayo 2021 - 06:00

La ficha

'La sed'. Marina Yuszczuk. Blatt & Ríos, 2020. 392 páginas. 18 euros

De las muchas sombras terroríficas que han acompañado al hombre desde el amanecer del tiempo, el vampiro es una de las más persistentes. Aunque el término no se introduce en Europa hasta el siglo XVIII, por vía de la Francia ilustrada que busca racionalizar unas bárbaras tradiciones eslavas, aquello que representa es mucho más antiguo y se desdibuja y funde con los orígenes míticos del propio ser humano. Tenemos en el vampiro a nuestro doble, nuestro enemigo, nuestra progenie: una criatura misteriosa que lleva al límite todas las contradicciones que nos constituyen y que vence a la muerte muriendo a su vez, ama y se entrega desposeyendo al otro de lo más preciado que posee, su propia sangre, se adora a sí mismo bajo la forma de un ególatra irredento, enfermo de inmortalidad, que no puede mirarse en los espejos.

Tradicionalmente, el vampiro forma bulto con otras muchas figuras más o menos tremebundas (brujas y licántropos, más la fauna balcánica de los vurdalak, las strigoi, el opyr, el nosferatu, el broukolakos) en el censo de criaturas de la oscuridad que atormentan a los vivos en las noches sin luna: cadáveres a los que no acompañaron los trámites imprescindibles en el momento del tránsito a la otra vida, y que regresan al más acá a presentar la correspondiente queja administrativa; blasfemos sobre los que ha caído el castigo de las alturas; legendarios asesinos o forajidos a los que la fama de perdición acompaña hasta el otro lado del umbral último. Hay vampiros en todas partes: sus sangrías sirven para espantar a los niños en China lo mismo que en el Sáhara, y el filo de sus colmillos mantenía despiertos hasta a los habitantes de la América previa a los conquistadores. Pero el vampiro patentado, ya lo sabemos, es transilvano: un noble centroeuropeo que se instala en Londres.

Portada del libro. / D. S.

El icono definitivo lo aportó en 1897 el Drácula de Stoker, si bien existieron antecedentes de mayor o menor brillo que barruntaron su éxito. Uno de ellos tiene un interés particular en nuestro contexto: la Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu, una narración de 1870 donde se insinúan por vez primera todos los rasgos que harían reconocible su figura y que presenta, además, al primer vampiro hembra, vampira o vampiresa, de la literatura. La historia, de un erotismo exacerbado y con concesiones a un lesbianismo apenas encubierto, recoge la pasión de la protagonista por Carmilla, una joven enigmática que la sume a la vez en un lánguido abandono y una sensación de angustia como no había conocido jamás. De hecho, este texto, una de las piedras de toque del género, ha servido innumerables veces a los psicoanalistas para cargar al vampiro con todo el utillaje conceptual que les es tan dilecto: la fijación oral, la sublimación de la entrega sexual, la succión del líquido vivificador, el éxtasis amoroso imbricado con el espasmo de la muerte. No parece baladí que Carmilla, con su versión sáfica, sicalíptica, del mito sea la variante que más adeptos ha reclutado últimamente entre las escritoras que se han asomado a él.

Pues de eso hemos venido a hablar hoy: de mujeres escritoras que tienen por heroínas a mujeres vampiro. La moda anda en pleno auge: de 2020 es Malasangre, de Michelle Roche Rodríguez, una crónica fantástica sobre la Venezuela de los años 20 del siglo pasado en la que juega un papel estelar una bebedora de sangre, cuyo ascenso social es relatado en paralelo a sus correrías de depredadora nocturna; y aún está fresco en los escaparates Nocturnas, la última entrega de Pilar Pedraza, orientada en esta ocasión a exhumar viejos cuentos y mitologías, o a dar barniz a otros ya desenterrados, siempre con las vampiresas como cabezas (y dentaduras) visibles. Entre ambos se situaría La sed, de Marina Yuszczuk, que puede servir bien para ejemplificar en qué consiste exactamente esta nueva ola de vampirismo feminista y cuáles son las coordenadas que le sirven de referente.

La escritora Marina Yuszczuk (Buenos Aires, 1978). / D. S.

Aparte de esta, Yuszczuk (Buenos Aires, 1978) es autora de dos o tres novelas y un poemario. Este último dato explica el esmero de su prosa, que, a pesar de no renunciar a un sentido de la velocidad muy actual, sabe poner énfasis en los momentos apropiados y resaltar con el color justo los giros angulares de la trama o la idiosincrasia de los personajes. A grandes rasgos, el relato consiste en la biografía, o autobiografía, de una mujer vampiro que, huida de la preceptiva Rumanía a inicios del siglo XIX después de una persecución con antorchas, arriba a la incipiente Argentina de la inmigración y el barro. Enfrentándose a arribistas, misioneros, espadones y políticos, tendrá ocasión de asistir a la formación del país y tomar parte, en primera persona, en algunas de sus efemérides más sonadas y terribles, como la guerra del Paraguay o la epidemia de fiebre amarilla que arrasó su capital en 1870. Como en el caso de la novela de Roche Rodríguez, la protagonista (cuyo nombre auténtico no se revela al lector), desgarrada por su condición dual, se siente atraída por la vida de los hombres y desea participar en su circo, a la vez que se ve obligada a devorarles para apaciguar la terrible sed del título. Esta bicefalia la obliga en cierto momento a renunciar al sol y enclaustrarse en una cripta en compañía de un ataúd y las cucarachas, doblemente muerta en vida.

La segunda parte del relato, probablemente más interesante, varía el punto de vista para presentarnos a una mujer de edad madura que debe hacer frente a la agonía de su madre y que, por azar, chocará con la vampira al despertar de su inquieto sueño de cien años. Todo esto da pie a la autora para entretejer el que supongo es el mimbre de fondo de su fábula, y que consiste en una suerte de paralelismo entre la muerta y la viva, ambas mujeres, ambas desclasadas, insatisfechas, maltratadas por las circunstancias, buscadoras de un absoluto que les niegan las leyes de la biología, de la historia, de la sociedad patriarcal en que viven y mueren a la vez. Igual que sucede con otros ejemplos de este subgénero, el vampirismo se convierte en metáfora de la condición mestiza de la mujer, ni viva ni muerta del todo, objeto de idolatría y a un tiempo de destrucción en el orbe masculino en que se ve obligada a existir. Una novela muy apreciable y dotada de interesantes hallazgos, mayormente en su segunda mitad, desde la que reflexionar sobre el alcance de nuestra condición, masculina o femenina, contra la noche de fondo que nos unifica a todos.

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