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LA VIDA COTIDIANA DEL DIBUJANTE UNDERGROUND. Nazario. Anagrama. Barcelona, 2016. 296 páginas. 19,90 euros.
Lo que convierte en fascinante la biografía de Nazario Luque (Castilleja del Campo, 1944) es su inagotable ejercicio de ir siempre un poco más allá. En el arte, en el sexo, en el daño. Él, que tiene el prestigio de los supervivientes, ha hecho de su vida una credencial de pasión y el síntoma capital de una ruptura permanente contra la norma. Tanto es así que su heterodoxia conserva aún hoy, ya con más de 70 años cumplidos, una pureza extraordinaria, organizada a modo de plato único y como una sucesión de cumbres borrascosas.
Ahora Nazario aparta nostalgias para liarse a contar a dentelladas sus recuerdos, incrementando así a escritor su pedrada de dibujante. Ha publicado en Anagrama el primer tomo de sus memorias bajo el título La vida cotidiana del dibujante underground. Lo que propone ahí en medio es una expedición de sugerencias, quiebros, revelaciones, tristezas y derrotas. La prosa podría parecer, a ratos, agua turbia, pero no. Tiene la potencia de lo que viene muy vivido. Tan esencial se presenta a veces lo escrito que parece vibrar ante el lector con brutal franqueza.
Estas páginas son una buena prueba de que Nazario es un artista que genera literatura. Y esto no sucede con todos. Aquí, por ejemplo, habla a su ritmo, mira a su manera, calla cuando es preciso, pero jamás pone las neuronas a ras de la nostalgia. Además, si hay voluntad de olvido, nunca lo es en defensa propia. "Cómo me voy a seguir creyendo underground cuando te dan la Medalla de Oro de Bellas Artes", ha confesado alguna vez. Como ya hizo en el álbum La Barcelona de los 70 vista por Nazario y sus amigos (Ellago Ediciones, 2000), el nuevo libro de memorias está lleno de rutina de época y de multitudes.
Porque Nazario, otra vez, se escribe a través de los demás. Aquí, en La vida cotidiana..., se da a conocer en los hechos que expone con precisión y en los agudos perfiles que elabora de sus más íntimos. Entre ellos, por supuesto, Ocaña, a quien recuerda, por ejemplo, en una loquísima anécdota ocurrida días antes de su fallecimiento, con el pintor ya ingresado en el hospital con graves quemaduras: "Nadie pensó en una muerte inminente, y menos cuando su coquetería exigía que le hiciesen regalos como un estrambótico frasco de colonia llamado chochová. Muchos estuvieron varios días devanándose los sesos hasta descubrir que lo que pretendía decir era Eau Savage".
El libro arranca cuando Sevilla empieza a ser un establo agotado para un tipo ácrata y libérrimo como Nazario, un habitual de las juergas flamencas de Diego del Gastor, Juan Talega y la Fernanda en Morón de la Frontera. Desde allí viaja a comienzos de los 70 a Barcelona para ocupar una plaza de maestro. Aunque lo que le atrae en realidad de aquella ciudad, reconoce, es la posibilidad de dibujar cómics y la libertad en las prácticas sexuales, "con váteres públicos y cines donde los maricones campaban a su anchas. La diferencia, en este sentido, entre Barcelona y Sevilla, era como la de ir de compras a una tienda o a unos grandes almacenes".
A partir de este punto, La vida cotidiana... recopila episodios delirantes como el despelote en las Jornadas Libertarias del Parc Güell, que alcanzó tal escándalo que los viejos anarquistas pidieron su prohibición, o el ingreso en la cárcel Modelo, donde Ocaña y Nazario terminaron tras recibir una seria paliza. El autor recuerda cómo, mientras eran conducidos a sus celdas, "oímos unos gritos desde otros pisos llamando a Ocaña y preguntando qué hacía allí. Muchos de aquellos inquilinos habían pasado por su casa". En cualquier caso, "la celda se convertiría en un centro de peregrinación porque Ocaña comenzó a pintar en una de las paredes una Asunción gloriosa plagada de angelitos".
Pero no ahorra Nazario al lector el lado cruel, salvaje, sórdido, de este grupo de artistas libertarios, entre los que tiene cabida también Camilo como "máximo exponente de todas aquellas estrellas fugaces que se acercaron, como exóticas mariposas, a los irresistibles focos de colores de la fiesta". El hambre, las drogas, el sida, el suicidio de amigos o la ruina del alcohol: "Hubo un tiempo en que pensé que lo ideal hubiera sido poder inyectármelo". Ahora Nazario no bebe. Tampoco fuma. "El sexo es la única droga que nunca estaría dispuesto a abandonar", admite él, que siempre ha gastado modales educados y un bigotón untado de inspiraciones y aromas machos.
El libro también permite dibujar una ruta de los locales predilectos de aquella tribu en Barcelona: del London al Magic o del Zeleste al Café de la Ópera. Nazario nos abre las puertas de la famosa comuna de la calle Comercio, donde vivía y trabajaba un grupo de dibujantes -Farry, Mariscal, Pepichek, Montesol- que publicará "el primer tebeo underground" de España, El Rrollo Enmascarado. Alguna vez asomarán por estas páginas el escritor Terenci Moix o la fotógrafa Colita, figuras de la burguesía catalana que revolotearon, siempre desde cierta distancia como si de un acuario de tiburones se tratara, alrededor de aquella Barcelona canalla y tumultuosa, así como Almodóvar, a quien Nazario recuerda "interpretando las voces de los actores o cantando una canción de Olga Guillot" para poner sonido "a los cortos mudos que había rodado en Súper 8".
Inteligente, osado, irónico y severo, con un punto de desengaño, Nazario sigue viviendo en la Plaza Real de Barcelona. Desde allí fotografía todo lo que sucede en este espacio urbano. Parece que no está exactamente retirado, sino voluntariamente al margen. Al margen de la charlatanería del presente. La muerte de Alejandro, su pareja durante los últimos 35 años, le pilló en la elaboración de estas memorias, llevándose con él el primer título que había pensado para ellas: Un pacto con el placer. Quizá el lobo no se ha cansado de ser el lobo, pero sí a lo mejor del esfuerzo que requiere ser tan libre y tan salvaje.
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