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La salvación es el estilo

Rodrigo Fresán publica 'La parte inventada', una indagación acerca de la vocación literaria que se interroga también sobre el sentido mismo de la escritura en el mundo de nuestros días.

El escritor argentino afincado en Barcelona Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963).
Francisco Camero

23 de marzo 2014 - 05:00

La parte inventada. Rodrigo Fresán. Mondadori. Barcelona, 2014. 576 páginas. 22,90 euros

Hasta donde le alcanza la memoria -y el acto de hacer memoria, como escribe en su último libro, es lo más parecido que hay a escribir cuando no se escribe-, Rodrigo Fresán no recuerda haber experimentado ninguna ocasión definitiva y trascendental, como una epifanía, tras la cual supiera ya, sin vuelta atrás, que quería ser escritor. En torno a ese momento que en realidad no existió, pero que aun así ha determinado de manera radical toda su vida, ha construido el autor La parte inventada, una novela, o un artefacto literario rebosante de capas y lecturas, llámese como se quiera, en la que a partir de una versión alternativa de sí mismo, "como un Rodrigo Fresán en otra dimensión después de haber tomado decisiones diferentes" -como por ejemplo las de no haberse casado ni tener descendencia-, el autor argentino afincado desde hace años en Barcelona viaja al centro de unas preguntas -cómo, cuándo, por qué alguien decide consagrar algunas de sus mejores y más insonsables energías a la escritura-, y en el intento de responder despliega su particular e insobornable ideario acerca de lo que debería ser hoy una novela, y de todo cuanto la literatura sigue siendo capaz de ofrecernos.

"Siempre quise ser escritor, y en ese sentido para mí la literatura es una vocación muy primaria, infantil en el mejor sentido de la palabra. Otros amigos míos querían ser Batman o jugar en la Selección [nacional de fútbol de Argentina] o ser bomberos o algún loco que querría ser presidente, pero yo ya quería ser escritor desde que tengo memoria", dice Fresán, que desde la publicación de su primer libro, el sensacional Historia argentina, empezó a desarrollar una obra -compuesta también por Vidas de santos, Esperanto, La velocidad de las cosas o Jardines de Kensington- que lo señala, desde hace años, como uno de los autores más importantes de su generación en las letras hispanoamericanas. "Vengo de un hogar de clase media intelectual argentina de los años 60 -continúa-. Mi padre era un diseñador gráfico muy conocido que llegó a hacer libros con Cortázar y con Borges, mi madre estuvo un tiempo casada con Paco Porrúa, el director de Minotauro [la editorial en la que se publicaron originariamente obras fundamentales del boom como Cien años de soledad y Rayuela]. Todo el tiempo entraban y salían escritores de mi casa y yo siempre tuve la certeza de que iba a hacer eso. Lo único que hacía muy bien era leer y lo único que hacía bien era escribir; nunca tuve un plan B. Por suerte en aquel momento en Buenos Aires los periódicos y revistas todavía estaban hechos o deshechos por escritores que trabajaban de periodistas, gente que no había estudiado periodismo ni concebía la idea de que el periodismo fuera algo que había que estudiar, y si hacías las cosas medianamente bien se hacía carrera fácilmente. Pero ahora me parece que es ya más complicado el tema del periodismo...".

Fresán, una de esas personas que parece haber leído todos los libros que merecen la pena, es también crítico en varias publicaciones, tarea a la que añade la dirección de la exitosa colección de Mondadori Roja y Negra, dedicada a la novela negra, género que constituye una de las pasiones de este admirador irredento de Francis Scott Fitzgerald, John Cheever o Kurt Vonnegut -por citar sólo tres de las decenas y decenas de referencias posibles de este lector con gran poso estadounidense- y entusiasta cronista de la cultura contemporánea en cualquiera de sus manifestaciones, ya sea Breaking Bad o Bob Dylan, cuyo fraseo, dice, le "gustaría pensar" que vibra un poco también en sus libros.

En La parte inventada, como ya se ha dicho, Fresán juega a ser no exactamente él mismo: la voz de un escritor que conoció durante años el éxito pero que ahora se siente ajeno al mundillo literario, un cuerpo extraño en un mundo cuyas reglas ni comparte ni comprende. "Hay que asumir que la novela no tiene ya la importancia social que tenía en el siglo XIX, cuando lo era todo: era esparcimiento, era información. En aquel tiempo la novela estaba pensada para gente que se moría 60 años después en la cama en la que había nacido, y que a veces vivía a 30 kilómetros de Londres y no iba a Londres en toda su vida", dice el Fresán real, el que piensa, a diferencia del alternativo del libro, que "la literatura es muy importante, pero no lo es todo". "Ahora la novela ha cambiado mucho, porque hoy a todo eso se llega por otras vías, más rápidas, menos esforzadas en teoría... El otro día escribía Vila-Matas algo que comparto: que lo único en lo que la novela puede todavía ofrecer cierta batalla, cierta diferencia, es en el estilo. Aunque ocurre también que la gente es cada vez más impaciente. Para mí es un misterio la gente que no lee. Y lo que yo creo es... que ellos se lo pierden. Tengo 50 años y es difícil que a estas alturas me enrole en el barco ballenero de un capitán loco al que le falta una pierna y que está obsesionado con una ballena blanca... y sin embargo sí que puedo hacerlo porque hay una novela que se llama Moby Dick. Y me parece bien que te preocupe la realidad -dice sobre esos lectores que con frecuencia, con los años, confiesan sentirse alejados del placer de la fabulación- pero la realidad como dimensión es también bastante discutible. Qué sé yo... Hay muchas realidades, ¿no?".

En la novela es muy crítico con las tecnologías y con la vanidad de aquellos que dan la impresión de escribir, más que otra cosa, para poder decir que escriben; pero afirma que no contempla con actitud catastrofista, ni siquiera pesimista, el futuro de la literatura. "No creo en eso del fin de la literatura. Siempre va a haber lectores para el Ulises de Joyce y para En busca del tiempo perdido y para Moby Dick. Lo que sí me parece preocupante es que los best-sellers están cada vez peor escritos. Compara por ejemplo los vampiros de Anne Rice con los de Stephenie Meyer [responsable de la serie Crepúsculo]. Me parece que la gente lee cada vez peor, y cuando lo hace es por una necesidad de tener un libro como tema de conversación, como si se hubiera perdido la parte íntima de la experiencia. Los de mi generación, a la edad a la que ahora se lee Harry Potter, todos leíamos Siddhartha de Hermann Hesse, que si lo cojo ahora probablemente... [hace un gesto de recelo] pero te llevaba a otras cosas. Eran libros que invitaban a salir al mundo, que abrían puertas. Y ahora... me parece que no. Y los responsables no son las editoriales, sino los lectores. Porque si la última adaptación [cinematográfica] de El gran Gatsby hubiera sido buena y se hubiera convertido en un fenómeno de masas, las editoriales estarían hartándose de vender El gran Gatsby y seríamos todos mucho más felices y viviríamos en un mundo mucho mejor".

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