El rumor de la corriente

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Fernando Clemot reúne en 'La lengua de los ahogados' un mosaico de historias sinceras y con verdadero hálito de vida sobre la naturaleza humana.

El escritor Fernando Clemot (Barcelona, 1970).
El escritor Fernando Clemot (Barcelona, 1970).
M. Ángeles Robles

07 de marzo 2017 - 06:00

La ficha

'La lengua de los ahogados'. Fernando Clemot. Menoscuarto. Palencia, 2016. 160 páginas. 16,50 euros.

Hay libros que nos invitan a seguir una estela, a recorrer un camino que debe ser repensado, visto en perspectiva. Son libros que encierran múltiples lecturas, que no lo dan todo a la primera, que requieren de un lector atento y voluntarioso. Es lo que nos ocurre con La lengua de los ahogados, el último libro de relatos de Fernando Clemot. Nos encontramos con una propuesta exigente, también placentera. El autor nos invita a hacer un doble recorrido: el que nos propone la lectura de cada uno de los relatos que componen el volumen por separado. Al mismo tiempo nos embarga en la tarea de dejarnos llevar por la corriente de un relato que recorre todo el libro, que, como un río mágico, aparece y desaparece para retomar su curso y acompañarnos hasta el final de la colección.

Puede que el lector se pregunte al principio a qué se deben esas largas descripciones sobre la vida abisal de los ahogados, sobre sus supuestas enrevesadas conversaciones, sobre su parentesco con seres submarinos y terrestres, sobre sus cuitas y placeres de seres desterrados al país inestable del agua. Poco a poco esta historia fragmentada se va convirtiendo en una referencia de fondo de otras muchas narraciones, articula un doble significado que no acabamos de discernir hasta su conclusión.

Clemot nos propone un compendio de historias sinceras, que parecen vividas o conocidas de primera mano. Pese a ser de muy diferente naturaleza, todas ellas están traspasadas por ese hálito de vida que marca a la buena literatura. Estamos ante relatos que nos ayudan a comprender la realidad, que ponen en pie un mundo personal y una especial manera de explicarlo.

En la mayoría de estos relatos, el autor nos arrastra a ese terreno periférico en el que se difuminan los límites de la gran ciudad. En este ambiente se mueven personajes con los que podemos identificarnos fácilmente: gente común a la que le suceden pequeños acontecimientos que por un momento parecen extraordinarios. Personas corrientes que quizás guarden curiosos secretos, como le ocurre al protagonista de Inquilinos anteriores, un ambiguo coleccionista de vidas ajenas, que, de algún modo, se convierte en símbolo del autor obsesionado por indagar en esos breves detalles que le permiten edificar una historia convincente.

La reconstrucción del pasado como forma de reconocer las aristas de lo vivido está presente en Postales del Panteón, un cuento que nos devuelve el sabor agridulce de un amor prohibido, revelado para saciar la curiosidad de un joven al que le va en ello más de lo que parece a simple vista.

Hay en algunos de estos cuentos humor e ironía (Ancianos que esconden su sexo), y en muchos de ellos un permanente tono nostálgico que, sin embargo, no se identifica con la exaltación del pasado, sino con un estado de ánimo presente. Es ese mismo estado de ánimo el que anima dos cuentos profundamente relacionados como son Edad y La costilla de Adán. En ambos se rinde lo que parece ser un sincero homenaje a la figura del padre. En los dos, el protagonista intenta ponerse en la piel de su progenitor para vivir, aunque sea por un momento (Edad) o por un día entero (La costilla de Adán), la vida de esa otra persona.

Clemot delata en estos relatos cierto gusto por los ambientes marginales, por la vida de barrio, por las historias de perdedores. Algunos de ellos alcanzan el éxito efímero y se pasean por su antiguo vecindario como marqueses para acabar derrotados y magullados por el destino y su mala cabeza, como le ocurre al cantante de rumbas de Las orillas del Jordán. Otros viven su momento de gloria entre extravagantes señoritos que se destrozan la vida en una juerga continua y que terminan por destrozarle a él la cara cuando las cosas se tuercen (Thunderball).

Se adivina el interés del autor por plantearse retos, por ir más allá de la mera colección de relatos, porque en todos los integrados en La lengua de los ahogados se intuye una voluntad de estilo, aunque no en todos ellos se alcance la misma cota de excelencia.

Tiene especial habilidad Fernando Clemot para recrear escenarios creíbles sin recargar las descripciones, utilizando un lenguaje limpio y directo. También para definir personajes con pocas pinceladas. La mayoría de ellos son seres que se interrogan sobre el sentido de lo que les sucede y que, como los ahogados de ese relato que atraviesa el libro, se hunden en la inevitable marea de los acontecimientos que, en un momento determinado, inunda sus vidas.

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