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La ruina: una comedia

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Eduardo Mendoza publica 'El enredo de la bolsa o la vida', una de sus novelas abiertamente humorísticas y estrambóticas, para abordar sin embargo asuntos tan serios como la crisis económica española y la quiebra técnica de Europa.

Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), ayer, durante su encuentro con la prensa en Sevilla.
Francisco Camero

23 de mayo 2012 - 05:00

El enredo de la bolsa o la vida. Eduardo Mendoza. Seix Barral. Barcelona, 2012. 267 páginas. 18,50 euros.

Sin nombre, ni dinero, ni rastro de cordura, o sea, como siempre, pero algo más viejo y si cabe aún más perplejo, el detective más disparatado de las letras españolas acaba de regresar con El enredo de la bolsa y la vida, y con él, el Eduardo Mendoza más ligero. En ese registro, entre la parodia de la novela policiaca, la picaresca y el esperpento, que durante las tres últimas décadas ha arrancado tantas risas e incluso carcajadas, el escritor barcelonés, de 69 años, se atreve ahora a hablar de la gigantesca crisis en la que todo zozobra.

Muchos años después de abandonar el sanatorio mental, el sabueso loco que protagonizó El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras recibe una jugosa propuesta, en forma de presunto golpe perfecto, de un viejo compañero de celda; la extraña y súbita desapación de éste, y su búsqueda por parte del primero desembocarán insospechadamente en el descubrimiento de un atentado terrorista contra Angela Merkel que el viejo huésped del frenopático y su pandilla delirante tratarán de desactivar.

"Es una broma. Cuando escribía el libro ni se me ocurrió que pudiera tomarse de otra manera. Pero estoy esperando, de momento no hay ninguna reacción", dice cuando se le pregunta por reacciones a la novela en Alemania, uno de los muchos países donde sus libros se traducen. "La sensibilidad de los países, de las personas, de las colectividades... a veces es muy sorprendente. Los alemanes son lentos, prudentes y reflexivos, o sea que el silencio no significa nada, seguramente están pensando todavía qué les parece. Ellos se lo toman con calma. Lo estudian bien. ¡Tengo verdadera curiosidad! Pero es posible que para cuando tomen una decisión ya no esté esta señora, porque los políticos, en cuanto pasan, se olvidan de una manera... En fin, que sigo con mucho interés la política alemana para ver cómo va a funcionar el libro", dice.

Habla lento, para decir lo que quiere decir y no otra cosa, aunque al final, lamenta, sólo le salen "burradas". Con ese aire de caballero elegante y viajado, no está claro si un poco más escéptico que ácrata o viceversa, el escritor visitó ayer Sevilla para hablar de su novela, en la que su mirada burlona y sus proverbiales encogimientos de hombros, gestos tan habituales en su presencia, se transforman en una ironía implacable de estirpe cervantina, compasiva y nunca desabrida. Aunque él lo vive con naturalidad, con Mendoza parece que siempre hay que aclarar si ha escrito una novela seria -y serias serían, para entendernos, obras referenciales de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX como La verdad sobre el caso Savolta o La ciudad de los prodigios- o bien una humorística. "Yo empecé queriendo escribir libros serios. O no tanto serios como más ambiciosos, libros en los que quería contar momentos históricos importantes o casos personales significativos. Luego, en algún momento de descanso, empecé a escribir estas novelas humorísticas me encontré bien, muy cómodo, y no creo que esto sea un caso de bipolaridad. Al hacerlo, descubrí que este tipo de novela me permite incidir en la realidad actual y de la calle, cosa que en una novela seria es muy difícil, porque una novela seria tiene que tener una perspectiva temporal bastante considerable. Sería imposible escribir, ahora, una novela seria sobre la crisis, y en cambio sí puede hacerse con esta especie de perro callejero que olfatea por los rincones. Esto además ha caído en gracia: nadie me pide que escriba otra novela histórica pero sí las otras. En cualquier caso, no me siento distinto haciendo una cosa u otra".

Fruto de ese olfateo, el autor, "paseante curioso y solitario", "turista" en su propio barrio, vuelve a dar vida en esta novela a un grupo de criaturas estrambóticas y tocadas por el absurdo, y sin embargo también dotadas de sustancia humana: una especie de naturalismo psicodélico. En el más importante de todos ellos, en el investigador sin nombre, Mendoza reconoce a su álter ego. "Ahora está ya un poquito en edad de jubilarse pero no lo dejan... Me gusta escribir todo lo que escribo, pero éstas tienen que surgir. No puedo planearlas, no puedo decir: uy, sí, me lo voy a pasar muy bien. Tiene que aparecérseme un poco el personaje y decirme: siéntate, que vamos a empezar otra aventura. A lo mejor el próximo episodio, si espero un poquito, pasa ya en una residencia... si quedan residencias. Pero bueno: no nos pongamos derrotistas".

Mendoza ambienta la novela de nuevo en Barcelona, una ciudad de la que junto a Marsé, Vázquez Montalbán o González Ledesma es uno de sus más conspicuos cronistas literarios, y la Barcelona de hoy, dice, es "la de la peluquería vacía y el bazar chino". "No tengo la menor idea", responde cuando se le pregunta si afronta el futuro con un sentido fatalista de la Historia -como sugerían sus declaraciones previas sobre España como "país cutre y pobre"- o es capaz de albergar un poco de esperanza. "Creo que el país lleva una larga etapa histórica en una extraña posición de casi rico, de medio rico, bien, acomodado, pero frágil económicamente. Hay países directamente pobres y hay países muy ricos, y los hay, como el nuestro, que pueden caer de un lado o del otro, y ahora estamos viendo de qué lado caemos".

El caso es que muy esperanzado no parece, porque termina la charla recordando a una tía suya, "muy buena persona, beata, una mujer de misa y novena", que cuando él era pequeño colaboraba con una asociación de pobres vergonzantes. "Iban sobre todo mujeres de buena familia que se habían empobrecido pero no querían recurrir a la beneficencia o a la sopa boba del convento, y esta asociación las socorría en el máximo secreto. A lo mejor España se convierte en el primer país pobre vergonzante de la Historia", apunta sin perder la sonrisa, aunque al menos, un poco antes, para que no todo sea angustia, ha contemplado con más optimismo otro futuro, el de la ficción: "La realidad es muy imaginativa, se le ocurren unas cosas que nadie podría pensar. Entonces qué pasa: que la prensa está obligada a ser muy realista y por tanto a equivocarse. En cambio, los que escribimos ficción nos inventamos las cosas y acaban pareciéndose más a la realidad".

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