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Una memoria hostil

El ruido del tiempo | Crítica

Elba publica los recuerdos de infancia y adolescencia de Ósip Mandelstam, en los que el gran poeta ruso evocó sin nostalgia el San Petersburgo de antes de la Revolución

Ósip Mandelstam (Varsovia, 1891-Vladivostok, 1938).

La ficha

El ruido del tiempo. Ósip Mandelstam. Trad. Ernesto Hernández Busto. Elba. Barcelona, 2024. 120 páginas. 20 euros

No sin razón tenemos de Mandelstam la idea de un héroe sacrificial, inmolado por su tenaz y valeroso rechazo de la tiranía soviética, una imagen que siendo verdadera no refleja todas las facetas de un escritor inmenso que ya era conocido y celebrado antes de convertirse en mártir, destino especialmente cruel para un hombre tan obstinadamente vitalista. Así lo señala Ralph Dutli en su biografía del poeta, citada por el traductor de estas memorias, Ernesto Hernández Busto, para quien el memorable testimonio de su viuda –Nadiezhda, en Contra toda esperanza– ha abonado “el mito del Orfeo moderno, víctima de las ménades del totalitarismo”. Es obligado conocer su calvario a manos de los ejecutores de Stalin, indisociable además de su obra, pero tampoco debemos olvidar quién fue antes de que el corte y la deriva de la Revolución se llevara por delante su vida. El ruido del tiempo (1925) –el título sería retomado por Julian Barnes en su novela sobre el compositor Dmitri Shostakóvitch, cuyo historial de sumisión y renuncias apunta justo en la dirección contraria– abre una valiosa ventana para acceder a la infancia y adolescencia de Mandelstam, por más que el memorialista eluda el primer plano –“mi memoria es enemiga de todo lo personal”– y guste de enmarcar la peripecia en el contexto de la época.

Estructurado en estampas, el relato rehúye cualquier forma de complacencia

Estructurado en breves capítulos, estampas aisladas que recrean episodios o personajes dotados de una significación especial, el relato rehúye desde el principio cualquier forma de complacencia: “Recuerdo bien los años muertos de Rusia, la década de los noventa, su lento deslizarse, su malsana quietud, su profundo provincianismo”. El narrador describe “una vida que agoniza” y discurre pobre y monótona incluso en la ciudad que era entonces capital administrativa del Imperio, un San Petersburgo en el que “las farolas de petróleo se transformaban en faros eléctricos” y “aún corrían tranvías tirados por viejos jamelgos quijotescos”. Su aire monumental inspira en el niño, aficionado a las paradas militares, “algo de placer sagrado”. Los funerales de Alejandro III, las revueltas de estudiantes o las institutrices francesas y suizas cruzan por sus recuerdos de infancia, marcados por una persistente sensación de extrañeza: “Todo el armonioso espejismo de Petersburgo no era más que un sueño, un manto brillante tendido sobre el abismo, mientras a mi alrededor se extendía el caos judaico; ni patria, ni casa, ni hogar, sino el caos, precisamente: un mundo oscuro, uterino, del cual yo había salido, al que tenía miedo, sobre el que me hacía vagas ideas y del que huía, huía siempre”.

Una “charlatanería huera” ocupaba el lugar de las “ideas vivas y fecundas”

A ese caos se refiere en varios momentos, por ejemplo cuando contrapone la elegancia oral de la madre, profesora de piano, al idioma “abstracto, esquemático y complicado” del padre, un comerciante de pieles que parecía salido de un gueto del XVIII, o cuando trata de los libros de la pequeña biblioteca familiar, agrupados por estratos: en la base las desordenadas “ruinas judías”, sobre ellos los bien alineados clásicos alemanes y arriba, en la cúspide, los libros rusos, con los que Mandelstam forjará su gusto y construirá, como dice Hernández Busto, un “lenguaje propio”. También aparecen los viajes a la cercana Finlandia durante la Navidad o el verano, las visitas a los abuelos en Riga, la distinguida presencia de la música o la decisiva estancia en el Instituto Tenishev, ya en los primeros años del siglo XX, cuando empieza a participar en los acalorados debates literarios y políticos que ocuparon a su generación. Mandelstam no oculta su impaciencia ante la “espesa maleza” del simbolismo, y traslada una visión irreverente y nada épica de la revolución de 1905 o de su antigua cercanía a la escuela marxista. “En las postrimerías de una época histórica, los conceptos abstractos huelen siempre a pescado podrido”, escribe muy gráficamente. Una “charlatanería huera” ocupaba el lugar de las “ideas vivas y fecundas”.

Las poderosas imágenes anticipan el tono oracular y conceptista de su gran poesía

A propósito de El ruido del tiempo, anotó su gran amiga y confidente Anna Ajmátova que para Mandelstam recordar era un proceso “cercano a la creación”, resuelto con un lenguaje “preciso, brillante, imparcial, incomparable”. La suya es en estas estampas una mirada irónica e incluso ácida, libre de nostalgia, que lejos de idealizar la Rusia prerrevolucionaria la recrea en términos severos y a menudo cómicos, poniendo de relieve su decadente languidez y su “anticuada grandilocuencia”, encarnada en tipos significativos de los que traza hirientes caricaturas: “mi memoria no es cariñosa, sino hostil, y no se esfuerza en reproducir el pasado, sino en rechazarlo”. Como ocurre en la prosa de Ajmátova, no siempre es fácil seguir –y en este sentido las notas del traductor son de gran ayuda– las frecuentes alusiones a nombres o episodios concretos, pero por encima de los detalles se elevan las frases como cinceladas y las poderosas imágenes, audaces y un punto enigmáticas, que anticipan el tono oracular y conceptista de su gran poesía.

Helenismo eslavo

Posteriores a la publicación de su segundo libro de poemas, Tristia (1922), las memorias de Mandelstam se detienen bastante antes de la aparición del primero, Piedra (1913), antes también y por lo tanto de que el futuro escritor se trasladara a estudiar a París y Heidelberg (1907-1910) y visitara Suiza y el norte de Italia. Fue tras su vuelta a Rusia cuando el joven empezó a escribir poemas, después de contactar con el taller o gremio, formado entre otros por Nikolái Gumiliov y su entonces mujer Ajmátova, del que nació el acmeísmo como una vía superadora de la agotada estética simbolista que tampoco participaba del fervor por la ruptura de los futuristas. La de Mandelstam y sus compañeros fue una vanguardia no entregada a la iconoclastia, que no se opuso de manera expresa a los bolcheviques –e incluso celebró la Revolución en sus inicios– pero ni simpatizaba con ellos ni se prestó a contemporizar con el nuevo régimen una vez constituido, pagando un precio altísimo por su desafección e independencia. En una época de cambios tan profundos como traumáticos, los acmeístas seguían creyendo en los valores del humanismo y consideraban que la tradición contenía el fermento de la novedad. La “nostalgia de una cultura mundial” era en realidad, como advertiría Brodsky, una profesión de helenismo.

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