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La rotundidad de la vida

de libros

Richard Ford recopila en 'Entre ellos' los textos dedicados a sus progenitores, una muestra del talento del autor para captar con sobria emoción la autenticidad de la existencia

El escritor norteamericano Richard Ford (Jackson, 1944), fotografiado en una visita a Barcelona en 2015. / Marta Pérez / Efe
César Romero

06 de febrero 2018 - 06:00

La ficha

'Entre ellos'. Richard Ford. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2018. 168 páginas. 17 euros.

Richard Ford publicó hace 30 años un texto sobre su madre, su relación con ella y su muerte. Esta obra tuvo fortuna editorial en España y conoció sendas ediciones, en Lumen y Anagrama. Bastantes años después Ford escribió una memoria sobre su padre, fallecido unos 20 años antes que su madre, también breve, que reunió con el referente a su madre en el libro aquí reseñado. Ambos forman un díptico que funciona con una unidad interna magnífica, como si hubieran sido escritos de corrido. Y eso que, en atención al orden cronológico de lo contado, primero va el texto más actual.

La historia de los padres de Richard Ford no tiene nada de especial, nada que destaque o llame la atención. Un matrimonio que pasó sus mejores años en la década de la Gran Depresión, que fue moderadamente feliz, que sólo dejó, tras su paso por este mundo, la leve huella de sus vidas, casi olvidadas, y un hijo escritor, que los recuerda en público, por eso, por escritor, y quizá también porque no ha tenido hijos. En el jugoso epílogo de esta edición, Ford dice que quizá un escritor no sea más que un testigo de la vida, y lo propio de un testigo es dar testimonio. El padre era demasiado joven para luchar en la Primera Guerra Mundial y demasiado viejo para hacerlo en la Segunda, además de contar con una salud algo precaria. Viajante de comercio, su corta vida la gastó recorriendo estados del Sur de Estados Unidos, ese Sur que Ford tan bien ha contado en sus novelas y, sobre todo, en sus relatos. La madre, cinco o seis años más joven que su marido, se pasó los muchos años que tardó Richard en llegar (unos 15, tantos que ya pensaban que nunca tendrían descendencia) viajando con él, hospedándose en los hoteles baratos de sus rutas, comiendo en bares de carretera o en poblachones que luego el cine americano explotaría con mayor o menor acierto. La llegada inesperada del hijo único cambió este ritmo de vida, pero no alteró sustancialmente la armonía de la pareja. Un primer ataque al corazón del padre lo obligó a viajar menos durante la década que sobrevivió hasta que otro, cuatro días después de que Ford cumpliera los 16, acabó con su vida.

Pocos escritores hay con la capacidad de Ford para narrar las muertes de sus padres con la contención, la falta de sentimentalismo y la extraña veracidad con las que sabe contarlas. La llamada de su madre, desconcertada, cuando el padre boquea una mañana de febrero en su cama y el joven Richard intenta practicar un boca a boca mal hecho que no servirá para nada, la extraña reacción de un adolescente que, ante el cuerpo aún caliente de su padre, no es capaz de soltar una lágrima y parece asistir a la escena como desde fuera (como el escritor que ya era, aunque aún no hubiese escrito una sola página) son contadas en cuatro líneas, soberbias, sin una palabra de más. La torpeza con que trata a su madre, 20 años después y ya enferma de un cáncer que acabará con su vida, el no saber expresar con claridad sus sentimientos y dejarla que se vaya de su casa cuando la madre quizá quería morir acompañada por él, y por su nuera, el estar tan pendiente de la propia vida como para no percibir la señal de alerta que su madre le estaba mandando y darse cuenta demasiado tarde de que ya nunca estará donde debió estar, son contadas 30 años antes con igual contención, con una economía literaria que no deja de expandirse tras acabar la lectura.

Hay un pasaje, hacia el final del libro, en el que Ford recuerda una de las últimas frases de su madre y ve en ella la "rotundidad" y la "autenticidad" de la vida. Le pasa a este libro, como a casi todos los de este escritor, que el lector sale con la impresión de que contiene la rotundidad, la autenticidad de la vida. Ford nunca da gato por liebre, en su prosa se toca la densidad de la vida, una densidad que no conlleva sopor u opacidad sino que, antes bien, muchas veces aporta una rara, iluminadora transparencia. A diferencia de tantos escritores actuales que, bajo el escudo erróneamente entendido de la ya vieja propuesta de levedad de Italo Calvino, pergeñan libros intrascendentes, quizá porque no tengan nada que decir en realidad, la literatura de Richard Ford tiene la consistencia de quien ama la vida y sabe mirarla, sabe de qué va esto y logra atraparlo en sus libros. Cuenta dos vidas sencillas, sin grandes hitos, una historia de amor desde la perspectiva siempre deficiente del hijo que, pese a la prematura muerte del padre, persiste (hay una escena, sobria, en la que Ford pilla a su madre en uno de sus pocos escarceos tras su viudedad), y sabe levantar con esos intrascendentes materiales un libro que reverbera en la memoria, que cuenta hasta cuando calla. Hay que ser un verdadero maestro para contar los silencios, los huecos de la vida, de las relaciones humanas. Ford lo es. Y de los grandes.

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