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El arte de las transiciones

ROSS. Gran Sinfónico 11 | Crítica

Juan Floristán con la ROSS dirigida por Soustrot en el Gran Sinfónico 11 / Marina Casanova

La ficha

Real Orquesta Sinfónica de Sevilla

**** Gran Sinfónico 11. Solista: Juan Floristán, piano. ROSS. Director: Marc Soustrot.

Programa: Un nuevo mundo

Dmitri Shostakóvich (1906-1975): Obertura festiva Op.96 [1954]

Béla Bartók (1881-1945): Concierto para piano y orquesta nº3 en mi mayor Sz. 119 [1945]

Antonin  Dvořák (1841-1904): Sinfonía nº9 en mi menor Op.95 Del nuevo mundo [1893]

Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Jueves 27 de junio. Aforo: Tres cuartos de entrada. 

En el programa en que se despedía como titular de la ROSS –una titularidad demediada por culpa de la pandemia y la huelga–, Marc Soustrot mostró unas maneras espléndidas, especialmente en dos artes mayúsculas de la dirección orquestal: la conducción de los movimientos lentos y las transiciones (entre motivos, de dinámicas, rítmicas...). La epidérmica Obertua festiva de Shostakóvich –que más que la celebración de la llamada revolución de octubre parece un grito de felicidad por la muerte de Stalin– fue leída con gracia y rigor, pero en absoluto hacía presagiar lo que vino luego.

Primero, Juan Floristán dictó una suprema lección en el Concierto nº3 de Bartók. Arrancó la obra con un sonido inusitadamente mate (casi no reconocí el habitual brillo del Yamaha que pusieron en sus manos) para un primer movimiento deshilvanado (no es censura a los intérpretes, está en la música), en el que los jirones arrancados al silencio llegaban preñados de fantasía, con una claridad y una distinción que es la marca que distingue a los grandes talentos del teclado (que den todas las notas los hay a miles). El Adagio religioso deslumbró: es casi imposible tocar en pianissimo con más hondura y verdad, modelar con más detalles las progresiones. Acompañó de forma soberbia la orquesta: la cuerda, suavísima, con las graves en estado de gracia –acaso la figura del invitado Herwig Cesar Coryn al frente de los violonchelos tuviera algo que ver–, casi en susurro místico las maderas. En el Final, pianista y director se mostraron contenidos, con un control absoluto sobre la masa sonora y sus progresiones, lo mismo en la sección sincopada del arranque que en la cantinela lírica posterior. No fue el volumen ni el color ni los efectos de virtuosismo lo que interesó a los intérpretes, sino algo mucho más sutil: el peso de las notas, el aire entre los compases, las fricciones y los abrazos de los timbres.

En la segunda parte esperaba una de las sinfonías más populares del repertorio, la de Dvořák, esto es, la Sinfonía del Nuevo Mundo, y Soustrot decidió eludir también el camino de la espectacularidad más colorista. En cambio, paladeó la obra con tempi tirando a lentos, lo que le permitió deleitarse en las transiciones, es decir, en esos puentes entre los temas, en los cambios rítmicos, en las progresiones dinámicas. Logró texturas tan transparentes que algunas cosas sonaron a nuevas, timbres por norma ocultos y de repente emergidos a la superficie, detalles en la mezcla de voces, en la articulación de las frases de una riqueza que no es fácil de escuchar, y todo ello sin menoscabo de la vitalidad requerida en los pasajes de mayor energía, que nunca resultaron saturados (el Allegro con fuoco final), en lo cual desde luego contaron mucho unos metales bien controlados y la trompeta elocuente de otro invitado, Miguel Herráez. Si magnífico fue el Scherzo, con repeticiones que nunca sonaron iguales, absolutamente magistral resultó el Largo, una ensoñación arrebatadora, desde el transido canto del corno inglés de Sarah Bishop con el que se abre hasta el final en un pianissimo musitado de forma increíble por los contrabajos: la frase final la lleva la cuerda –sin los contrabajos– en ppp, pero en los dos últimos compases, Dvořák los invoca (a los bajos) escribiendo sólo pp, dos pes que resonaron en el alma como si fueran cinco.

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