Enigmas de la batuta

ROSS. Gran Sinfónico 6 | Crítica

Alexandra Conunova tocando el Concierto de Sibelius con la ROSS y Zoe Zeniodi en el podio
Alexandra Conunova tocando el Concierto de Sibelius con la ROSS y Zoe Zeniodi en el podio / Marina Casanova

La ficha

REAL ORQUESTA SINFÓNICA DE SEVILLA

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Gran Sinfónico 6. Solista: Alexandra Conunova, violín. ROSS. Directora: Zoe Zeniodi.

Programa:

Aleksandr Scriabin (1872-1915): Rêverie Op.24 [18989]

Jean Sibelius (1865-1957): Concierto para violín y orquesta en re menor Op.47 [1903]

Edward Elgar (1857-1934): Variaciones Enigma Op.36 [1898-99]

Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Jueves, 20 de febrero. Aforo: Dos tercios de entrada.

Scriabin fue visto y no oído. Vi como la griega Zoe Zeniodi se movía en el podio, con gesto en general más dulce del que había exhibido en el estreno de Ifigenia en Táuride de Gluck la semana anterior, pero la música pasó de largo. Como si nunca hubiera empezado. Una frase inicial mal cerrada, un monocromo sentido del fraseo y ya estaba la gente aplaudiendo.

Por suerte luego salió Alexandra Conunova, bien conocida ya por la orquesta, y cambió el paso con una versión electrizante del popular Concierto de Sibelius. En el arranque, en pianissimo, pudo parecer que la violinista moldava se había contagiado del escaso peso de la obra precedente, pero, por suerte, fue sólo un falso señuelo, porque poco a poco empezó a imponer un sonido robusto, lleno, con cuerpo, poderoso, pero que a la vez sabía recogerse en los pasajes de lirismo con una sedosidad asombrosa, mientras bordaba las dobles y triples cuerdas de la cadencia. En ese primer movimiento me pareció admirable la profundidad de su registro grave tanto como un fraseo insinuantemente dramático, con un relieve que faltó en la orquesta. Quizás en el segundo movimiento mandó demasiado justo ese acompañamiento sin matices de Zeniodi, pero en el Allegro ma non troppo final el violín de Conunova se impuso con un virtuosismo sin tacha (otra vez impecables las dobles cuerdas), de agudos brillantísimos pero nada estridentes y un profundo sentido del dinamismo, creando la sensación de algo que avanza incontenible.

Zeniodi estuvo mucho más incisiva en las Variaciones Enigma de Elgar, una obra que es un pastelito para cualquier orquesta, por los múltiples recovecos y la riqueza textural que le ofrece el compositor. Hubo más contraste, un fraseo más flexible y más sonido en los grandes tutti. Aun así, las secciones lentas resultaron en general mortecinas, con muy escaso relieve dinámico (Nimrod fue plana; se hizo larguísima), aunque en BGN, el nuevo violonchelo solista de la orquesta tuvo ocasión de mostrar sus excelentes maneras. Un poco antes, aprovechando la orquestación camerística, en Dorabella, Francesco Tosco, que había puntuado con maestría algunos pasajes cruciales del Concierto de Sibelius, mostró la calidez de su viola sobre el fondo de unas maderas también excelentes en suaves arpegios. En las variaciones rápidas hubo algo más de intensidad, sí, y una aplicación más vitalista de los contrastes de dinámicas, pero eché en falta morbidez, sensualidad y una más amplia gama de matices, unas progresiones más trabajadas, como si recién iniciado el crescendo la directora griega quisiera ya culminarlo con fuerza. Eso fue lo que terminó imponiendo en la brillante variación final, EDU, un autorretrato de Elgar.

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