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Antropología-ficción

La telepatía nacional | Crítica

El argentino Roque Larraquy entrega en 'La telepatía nacional' una personalísima macedonia de horror, sorpresa, humor, genialidad y asco

El autor argentino Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975). / D. S.
Luis Manuel Ruiz

11 de julio 2021 - 06:00

La ficha

'La telepatía nacional'. Roque Larraquy. Fulgencio Pimentel, 2021. 188 páginas. 19 euros

Argentina, el vértice del Cono Sur, sigue siendo el ventano desde el que a la literatura en castellano le llegan sus aires más tonificantes. A ello no es ajeno el cosmopolitismo: forjadas en las décadas de la inmigración y los rascacielos, las letras argentinas supieron sacudirse la modorra de la inercia modernista que imperó sobre toda Sudamérica hasta la llegada de las guerras mundiales y sumar al elemento autóctono (el gaucho, la pampa, el compadrito) una buena provisión de sangre procedente de latitudes más lejanas, concretamente europeas. Fue Borges, la marca de fábrica con que todavía se la identifica, quien propuso que la literatura porteña debía de definirse felizmente por su ausencia de definición: a diferencia del español que se hacía en otras partes (en la misma España), podía comenzar desde cero, sin clientelismos ni rémoras, y declararse heredera de toda la tradición occidental, de todas las lenguas y todos los géneros. Este es probablemente el motivo de que los argentinos se hayan nutrido con indiferente facilidad de ingleses, franceses o yanquis, y de que fueran pioneros en nuestro idioma (lo sigan siendo) a la hora de explorar las fronteras desconocidas del terror, la ciencia ficción, el policíaco.

Todavía hoy, la nómina de autores rompedores que nos llega del Río de la Plata sólo puede mover a la gratitud y el asombro. Entre las más recientes generaciones (Borges, Cortázar y Piglia se van desvaneciendo progresivamente), cabe citar a cultivadores del costumbrismo (Marcelo Birmájer), innovadores de la novela de misterio (Pablo de Santis), maestras del terror (Mariana Enríquez), princesas del weird (Samanta Schweblin y Ana Llurba), y genios difíciles de localizar en ninguna de las latitudes previas, como Roque Larraquy. Es Larraquy autor de sólo tres títulos, con los que ha conseguido romper con creces la manida compartimentación entre categorías en que suele asentarse la rutina de la escritura: la suya no es novela histórica, ni psicológica, ni ciencia ficción, ni denuncia, no escritura premeditada ni automática, no es ensayo ni poesía ni novela propiamente dicha, y a la vez se parece a todo y lo desborda.

Portada del libro. / D. S.

Todo esto resulta ya visible en la primera de sus obras que pudimos conocer en nuestro país, La comemadre, publicada por Turner en 2014. Texto singular, que llamó la atención de algunos críticos con los radares bien orientados, avanzaba ya la mayoría de asuntos y técnicas que van a fertilizar el resto de su producción y que figuran de modo muy prominente en su más reciente y rotundo logro, La telepatía nacional. La comemadre es el extrañísimo, embriagador destilado de varios ingredientes sin relación aparente: estructurado en forma de díptico, nos presentaba primero a un cónclave de científicos desquiciados de principios del siglo XX, empeñados en capturar la línea matemática en que la muerte disuelve la conciencia en el vacío, y luego a un psicópata metido a artista que busca lo sublime en la creación de monstruos. El conjunto, caracterizado por una sutil simbiosis de lo cruel con lo grotesco y lo conmovedor, tenía una de sus mayores bazas en el manejo del lenguaje, que sabía desplazarse con idéntica destreza entre los registros del ensayo clínico, la descripción de costumbres, la revelación de la locura. El ínclito Ignacio Echevarría, hombre muy leído, la saludó como "un artefacto escrito a cuatro manos por Jorge Luis Borges y Witold Gombrowicz... O quizá no Borges, sino Villiers de l'Isle-Adam versionado por Paul Valéry".

Es bastante posible que La telepatía nacional iguale y rebase la apuesta. Tenemos aquí un espléndido ejercicio de (como reza la contraportada de la deliciosa edición de Fulgencio Pimentel) antropología-ficción, en la estela de El informe de Brodie y otros productos afines, vehiculado de nuevo por un estilo de una llamativa plasticidad y un idioma que se esmera en cada uno de sus puntos y seguido. Compuesto de manera fragmentaria, más bien prismática, el argumento de La telepatía nacional refleja sólo parcialmente la magnitud de lo que consigue: es, de nuevo, la crónica de un experimento aberrante que abre los muros de la ciencia a esos abismos sobre los que asienta, a esas aguas de irracionalidad y caos sobre los que pretende flotar sin salpicarse. Son los años 30 del siglo último; hay un proyecto para construir un Parque Etnogáfico, un zoológico de personas, en algún margen de la Argentina, alimentado por "negros, asiáticos, indios y subnormales"; mediado ya el proyecto, uno de sus principales impulsores, el insoportable Amado Dam, descubre con la connivencia de un ayudante que uno de los contingentes de indios seleccionados convive con una extraña criatura; la criatura permite a este pueblo, cuyas costumbres y creencias apilan enigmas y absurdos, la comunicación telepática a través de la sangre; el parque etnográfico cede puesto a otro proyecto mayor, más delirante y atroz: una policía secreta capaz de penetrar la mente de los ciudadanos y, a través de heridas abiertas, sorber lo que piensan, sienten, creen y esperan, el caldo completo de sus almas.

He dicho que esta breve relación no agota ni muchísimo menos los méritos de la novela de Roque Larraquy: su personalísima macedonia de horror, sorpresa, humor negro, genialidad y asco sólo puede calibrarse con una inmersión directa en sus páginas. Práctica que recomiendo encarecidamente a cualquiera, si lo que busca es literatura en estado bruto, sin excipientes, a salvo de los refinados y azúcares de las estanterías del supermercado.

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