El rey que ha de volver
Siruela publica la célebre obra de Sir Thomas Malory, La muerte de Arturo, obra de grande y prolongado influjo, donde cristaliza ya, finalizando el XV, la figura mítica de Arturo de Bretaña, junto a sus caballeros de la Tabla Redonda y la alta hechicería de Merlín
La ficha
La muerte de Arturo. Sir Thomas Malory. Trad. Francisco Torres Oliver. Introducción de Carlos García Gual. Epílogo de Luis Alberto de Cuenca. Siruela. Madrid, 2024. 972 págs. 36 €
La edición de La muerte de Arturo (Arturo de Bretaña, dueño de Excalibur, rey que fuera del mago Merlín y hermano de la inhóspita Morgana), es siempre una feliz noticia. No solo por la razón elemental del gozo literario que procura, sino porque la obra, editada por Caxton en 1485, es prueba inagotable de la perduración y la vitalidad que exhiben los mitos, cuya incesante transfiguración histórica corre parejas con el interés que han suscitado la flor de la caballería y el mundo alado y misterioso del medievo hasta ayer mismo. Cuando Lawrence de Arabia acompañe al prícipe Faisal en la tarea de conquistar el Heyaz de manos turcas en la Gran Guerra, lo hará siempre con un ejemplar la Le Morte D'Arthur en su zurrón de cuero, como resumen de la caballerosidad y fórmula del ideal que habían frecuentado el arte romántico y su crepúsculo victoriano. Ese mismo impulso evanescente había llevado ya al joven Lawrence a dedicar su tesis doctoral a los castillos cruzados y su influjo en la arquitectura europea.
Fue William Caxton, su inteligente editor, quien dio forma definitiva a la obra de Malowy
En este sentido, en el sentido de su repercusión, su origen y su fortuna literaria, la presente edición de Siruela viene excelentemente acompañada por una “Introducción” de Carlos García Gual dedicada a elucidar la naturaleza y el mérito de la obra; y por un “Epílogo” de Luis Alberto de Cuenca donde se da puntual noticia de William Caxton, su inteligente editor, quien dio forma definitiva a la obra de Malowy barajando y puliendo los ochos relatos originales del autor, y presentándola como una empresa unitaria. Recordemos que a Gracía Gual le debemos una Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda, en la que se ordena y enumera, resumidamente, la historia y las vicisitudes de esta parte principal de la “materia de bretaña”, que en Malory cristalizará tardíamente, como fruto otoñal, según lo define Gual siguiendo el hermoso título de Huizinga. En cuanto a Luis Alberto de Cuenca, son sus plurales sabidurías las que obraron la edición y traducción de uno de los grandes y decisivos libros artúricos, la Historia de los reyes de Britania, de Geoffrey de Monmouth, publicado en la primera mitad del siglo XII, donde comienza a acuñarse la figura de Arturo (y la de Merlín, hijo de íncubo y humana), no como fantasma desvaído y eco lejano de un improbable caudillo bretón, sino como realidad heráldica, consignada en los anales de la historia. Según recuerda García Gual, se deben a Wace, en su versión romanceada de la Historia... dos motivos de éxito perdurable: la Tabla Redonda en torno a la cual se reunirán los caballeros artúricos, y el bosque o selva de Brocelandia, donde Merlín recogerá sus secretas melancolías. Lo extraordinario, en todo caso, sería el proceso por el cual un oscuro reyezuelo del siglo V, de improbable existencia, acabó figurando entre los Nueve de la Fama de la cristiandad medieval, junto a Carlomagno y Godofredo de Bouillon, defensor del Santo Sepulcro y conquistador de Jerusalén.
Hay también, en este devenir histórico de Arturo, una consciente sustitución de la mitología pagana por mitos nacionales y cristianos (asunto este que se recrudecería en el XVII europeo), como hay en La muerte de Arturo, de sir Thomas Malory, el melancólico recuerdo y la intensa idealización de un mundo en trance de extinguirse. Señalemos que Malory (“un completo y redomado rufián”, en vieja y atinada definición de García Gual), muere en prisión el 14 de marzo de 1471. Esto es, en pleno Renacimiento continental, y a pocos años de que se abra, allende el Mar Tenebroso, la inverosímil realidad del Nuevo Mundo, donde los conquistadores españoles aún llevarían, como vitualla cultural, las hazañas de la Antigüedad y el colorido mundo de la flor de caballería andante: Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, el Doncel del Mar, Galaor, el Caballero de la Verde Espada... Todo ese mismo mundo que se recoge en el cliclo artúrico y que, a no mucho tardar, sublimará, en distinto sentido, un sentido radicalmente moderno, Miguel de Cervantes Saavedra.
Cervantes, que ha conocido la trepidación y el vértigo de las armas, ya no encontrará la épica violenta y ardorosa del guerrero que habita en Malory, sino una forma magullada y pedestre del heroísmo.
La progenie de Arturo
García Gual ha señalado, en anteriores ocasiones, el largo influjo de Malory y su Muerte de Arturo en la literatura contemporánea. Son nombres conocidos del lector y que acaso no relacione de inmediato con la “materia de Bretaña”. Por supuesto, Sir Walter Scott y su minuciosa reinvención del Medievo, que se vio premiada con un aparatoso pináculo en Edimburgo; pero también Conan Doyle, Mark Twain, William Morris y John Steinbeck, ambos norteamericanos, y ambos con una muy distinta concepción del mito artúrico. En el caso de Twain, Un yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo, se trata de una burla acre del mundo caballeresco, en el que parecen añadirse las tiranteces entre la antigua colonia y vieja metrópoli y sus mitos. En lo que se refiere a Steinbeck, no hay el menor asomo de esta prevención inhóspita visible en Twain. Dicho esto, uno querría mencionar algunos escritores españoles. Por ejemplo, al sevillano Manuel Ferrand y su estupendo Quebranto y ventura del caballero Gaiferos. Por ejemplo, al mindonense Álvaro Cunquiero y su Merlín y familia, menos alegre que sus juveniles Flores del año mil y pico de ave, donde un medievo heroico, amatorio, milagroso y lúdico, comparece.
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