Un retrato moral
Ana María Moix representó en lo personal lo mejor o lo menos evanescente de aquella 'gauche divine' que se nos antoja hoy demasiado autocomplaciente.
Poco después que su mentor, el mestre Josep Maria Castellet, ha muerto la más joven de sus discípulas. En la poética que encabezaba la selección de sus poemas en Nueve novísimos, Ana María Moix afirmaba que de niña había querido ser cupletera o trapecista y que lo que de verdad le gustaba era tocar la trompeta. Había en esa nota de juventud, redactada por una apenas veinteañera que casi cerraba la nómina de la coqueluche, buen humor y el desenfado propio del tiempo de la contracultura, pero también una melancolía de fondo -junto a Ramón o Terenci, Moix mencionaba a su otro hermano, Miguel, prematuramente fallecido- que formaba parte tanto de su carácter como de su literatura. Sus amigos de toda la vida la seguían llamando la Nena, pues había sido la más pequeña del grupo -al que retrató en un irónico "reportaje-ficción", 24 horas con la Gauche Divine- y conservaba un aire vulnerable o aniñado, como de ingenuidad o reserva. Esa impresión de fragilidad contrastaba con la firmeza de sus convicciones, recientemente recogidas en un Manifiesto personal donde expresó su temor por los efectos de una crisis general que a su juicio no era sólo económica ni se limitaba al desastre de los últimos años. Muchos la han calificado de musa, pero no es esa una palabra, por imprecisa y reductora, en absoluto apropiada para una mujer tan libre.
Algunos de los que admiramos a Barral o a Gil de Biedma, por citar a dos archiconocidos integrantes de la cofradía barcelonesa, sentimos cierta distancia hacia los personajes públicos que encarnaron. Celebramos su talento, pero nos cuesta simpatizar con una forma de actuar que en ocasiones -justificadas, dicen quienes los frecuentaron- pecaba de soberbia. Buena amiga de ambos, a los que citaba como añorados maestros, Ana María Moix se parecía más a otra gran personalidad del periodo, la editora Esther Tusquets de quien también fue íntima. Ella misma, escritora o traductora en verso y en prosa, ejerció como editora antes de que los ejecutivos ágrafos asaltaran los despachos de los sellos literarios. Tenía la virtud de la discreción y quienes la trataron hablan de una devoción genuina -felizmente ajena a las poses- por la cultura, de su generosidad o de su fidelidad a los amigos, muchos de ellos asociados a un tiempo irrepetible que recordaba con más gratitud que nostalgia. Decía estar escribiendo unas memorias, pero también que le costaba usar la primera persona del singular, afirmación reveladora de un temperamento muy alejado del exhibicionismo.
Es probable que la propia Moix no lo viera de este modo, pero a la vuelta del tiempo la gauche divine barcelonesa ha perdido bastante de su aura. Héroes de la nueva sentimentalidad en la pacata España del tardofranquismo, sus protagonistas eran cultos, cosmopolitas, elegantes y vividores, pero tenían una visión de la realidad que -al margen de los logros personales- se nos antoja hoy demasiado autocomplaciente o meramente festiva. Por encima de la poesía, muy representativa de la estética de su generación, que reunió tempranamente y ya no volvió a cultivar, de sus brillantes trabajos periodísticos o de las buenas novelas y relatos hacia los que reorientó su trayectoria literaria, Ana María Moix representaba en lo personal lo mejor o lo menos evanescente de aquel movimiento de apertura que en su caso tuvo continuidad en una militancia sostenida. Quienes piensan que la rebeldía consiste en quejarse de la vulgaridad del mundo o en alternar sin medida ni límites de presupuesto, tienen en la trayectoria de la escritora catalana un contramodelo de coherencia que tal vez no luzca tanto en las pasarelas, pero es infinitamente más interesante y desde luego más útil. El progresismo de salón puede valer para épocas de prosperidad o en las que hay margen para el optimismo, pero resulta infecundo e incluso ofensivo cuando vienen mal dadas. Sin renunciar a su intimidad ni dejarse arrastrar por las banderías, Ana María Moix defendió esa variante poco espectacular del compromiso que aúna el culto de la amistad, una solidaridad no decorativa y la ética del trabajo bien hecho.
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